Manuel

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Desperté en medio de la noche, sobresaltado por la música que retumbaba desde el cuarto de al lado. No necesitaba verificar para saber quién era; una vez más, era Mia.

Hace mucho tiempo que vivo con ella, lo suficiente para entender sus patrones, aunque ella no lo sepa. Le presto atención, aunque no se lo digo, jamás me animaría a decirlo porque comprendo cuanto le molesta. Soy consciente del odio que me tiene.
Esta semana me di cuenta de algo que antes se me había pasado por alto: cuando Mia se siente mal, pone música a todo volumen en su cuarto, como si el estruendo pudiera ahuyentar sus problemas. Se encierra con sus melodías, dejando que las canciones hablen por ella, fingiendo que nada sucede. Es su manera de lidiar con el dolor, un refugio en el que se esconde de la triste realidad.

Me levanté de la cama, incapaz de ignorar el sonido. Era la tercera noche desde que Pablo fue secuestrado, y también la tercera noche en que Mia me despertaba de esta manera. Yo trataba de entenderla, y no enojarme como lo hacía antes.

Caminé hacia la puerta de su cuarto, deteniéndome un momento para escuchar. Últimamente, repite dos canciones una y otra vez: "dos segundos" y "Memoria". Esas canciones se han convertido en una especie de mantra para ella, un intento de mantener viva la presencia de Pablo. Quedaron grabadas desde el día del show, las únicas canciones que aún resuenan con la voz de Pablo, mi hermano.

Oírlas es como echarle sal a la herida.

Soy guardia civil, entrenado para proteger a los demás, y aun así no pude proteger ni siquiera a mi único hermano. Esa culpa me consumía. Me levanté de la cama, incapaz de soportar más la mezcla de dolor y culpa, y salí de mi cuarto. Me dirigí al de Mia, decidido a hablar con ella, a tratar de darle mi apoyo a pesar de que no quiera ni verme.

Intenté abrir la puerta, pero estaba cerrada con llave. Por supuesto, Mia había aprendido a protegerse de todo y de todos. Se había encerrado en su propia burbuja de dolor, aislándose del mundo exterior. Desde que Pablo se fue, la última persona que le quedaba, ella se había refugiado tras esas puertas cerradas.

Entendía su dolor porque lo sentía igual. Pablo, mi hermano, era todo lo que me quedaba, y esos salvajes se lo llevaron, arrancándolo de nuestras vidas sin previo aviso. El vacío que dejó era insuperable, y la impotencia que sentía por no haber podido salvarlo me corroía por dentro.

Perdí a mi padre, a mi madre, y ahora a él. Me sentía solo en el mundo, a pesar de nuestras discusiones, el era todo lo que yo tenía.

Me apoyé contra la puerta de Mia, sintiendo la madera fría contra mi frente. Quería decirle que no estaba sola, que compartíamos el mismo dolor, pero las palabras se atoraron en mi garganta. Sabía que ella no quería oír nada; la música era su única salida, su única manera de sobrellevar la angustia.

—Mia —dije en voz baja, esperando que pudiera escucharme a través de la puerta—lo siento. Lo siento tanto...

No hubo respuesta, solo el continuo murmullo de las canciones que llenaban el aire. Me dejé caer al suelo, apoyando la espalda contra la puerta cerrada. Las lágrimas empezaron a rodar por mis mejillas, silenciosas pero incontrolables. La culpa, el dolor, y la impotencia se mezclaban, creando una tormenta en mi interior.

Caminé hasta la habitación que solía ser de Pablo. Desde el pasillo, podía escuchar a Marizza llorando sin parar. Su llanto era una melodía dolorosa que resonaba en la casa, impregnándola de tristeza.

Hace tres días que secuestraron a Pablo, y hace tres días que Marizza no se mueve de esa cama. Está aferrada a su almohada como si fuera un salvavidas, probablemente porque aún puede sentir su aroma. Al menos, eso fue lo que me dijo la única vez que hablamos desde que ocurrió la tragedia, que el aroma de el sigue impregnado en cada parte de la casa, y por eso no puede abandonarla.

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