Bar Absenta

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He vuelto al bar Absenta, a rememorar unas tardes críticas de despedida con amigos. Me he sentado como siempre en la mejor mesa, la redonda frente a la puerta. Las grietas, inesperadamente bonitas, dando su toque rústico, seguían allí en las paredes, más largas, quizá más abiertas pero siempre sólidas; muy pocas veces unas grietas toman cariz estético como en este caso. 

La gente que pasa por delante del bar suelen tener las mismas características; señoras mayores tirando de un carro anticuado de la compra, gordos sudorosos con vasos casi vacíos del Starbucks, incesantes manadas de guiris sobre bicicletas verdes que se adentran a tropel por el pórtico barroco dirección al claustro de la biblioteca municipal de Barcelona.  

Me he sentado en la mesa dentro del bar, detrás de la puerta de cristal que es como una pared de seguridad ante la locura de lo que está milimétricamente cercano, como un zoológico perpetuo y a la vez cambiante. Es un programa de televisión, uno muy aburrido con tintes reflexivos. Entonces observo. Todas las caras, algunas sin alma, cuentan algo. Todas explican sus vidas enteras a través de sus ojos. "Esa chica que viene por ahí". En su tez, en sus mejillas pueden atisbarse su pasado, incluso qué o quién las ha tocado. Luego veo que no hay mucha diferencia entre unos ojos tristes y otros felices e ignorantes. Casi no difieren los unos de los otros. No sé cómo. "Debe haber un fallo en la mátrix". Pienso. No me lo explico, pero los veo. Veo la diferencia, veo las historias que cuentan. La película completa en la redondez de sus pupilas. A veces me entristezco por algunos ojos que pasan presto frente al cristal, comprendo su dolor y les deseo fuerza. Otras miradas me incitan indiferencia absoluta. La manera de mirar de los guiris no hace falta describirla. Los locos y los vagabundos que pululan por aquí tienen una mirada perpleja que suele confundir, entre asombro y desesperación. Miran para arriba, para abajo, para todos lados y sobre todo miran directamente a los ojos de los otros viandantes, exclamando algún secreto en sus interiores, reprochando lo que se les ha privado en la vida. La gente sencillamente rehúye sus miradas. Por lo general, todos se rehúyen entre sí, exceptuando las personas atractivas, que se miran y se relamen deseosos mientras se cruzan frente al pórtico del antiguo hospital de la santa cruz, bajo la atenta mirada de las antiguas gárgolas góticas de terracota que sobresalen de las cornisas del edificio.   

Un indigente recién llegado a la ciudad hace su aparición bajo el portal y mira con escrutinio a su alrededor. Luego observa sin mucha sorpresa el robo de un bolso de una joven rubia que parece no haber caminado por las calles del Raval en su vida. Todos los presentes, como suricatos tras el cristal del bar, elevan el cuello y afinan sus vistas para observar el desenlace. El bolso es recuperado, o eso se intuye cuando las comisuras de las bocas de las personas suben ligeramente para arriba. 

Bueno. El tiempo se ha acabado porque mi cerveza se ha evaporado, en consecuencia las ganas de seguir aquí. Otro día, si vuelvo. Me fijaré en los pies. Que explican también algunas cosas interesantes, como las personalidades y caracteres peculiares de sus dueños.  Otro día volveré a veros.

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