Breve relato sobre el amanecer

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Estaba allí tumbado mirando la ventana. Esperando a que amaneciese. Poco a poco el color azul oscuro fue perdiendo fuerza, y a su vez, una tenue y difuminada bruma blanquecina iba imponiéndose en el ambiente. Cada vez más colores asomaban. Los sonidos también aumentaban. El aire se hacia menos denso afuera. Y sentía que todo alrededor cobraba vida y se movía, aunque aletargado, con creciente energía.

Estuve observando aquella ventana desde la cama toda la noche pensando en dormir, pero al aclararse un poco ya solo quería ver el sol, acaso algún haz de luz que viniese desde el lejano Este a colarse en mi fiesta del no dormir.

Se mantuvo un rato así. De repente, como si el director de una orquesta cerrara el puño en alto, todos los pájaros dejaron de cantar, las palomas de revolotear en la terraza y el viento de soplar. El zumbido lejano de la autopista también cesó. Todo se paralizó por unos segundos. Unos mágicos segundos. Sólo un vecino molesto del piso de arriba parecía no percatarse de lo que estaba ocurriendo y seguía arrastrando y tirando cosas por el suelo.

De pronto una tímida luz amarillenta se posó en la ventana de vidrio y pasó a través con la misma delicadeza de un vals. Entró bailando con parsimonia, iluminando poco a poco la habitación, ganándole terreno a la oscuridad, pero sin brusquedad. Y vi cómo aumentaba a cada segundo la intensidad de ése su cálido color. Y se iba haciendo más y más fuerte, como si la vida emergiera desde algún lugar, curiosa, presta y a raudal. Luego ya fue imparable. Los rayos de luz entraban estampándose como pintura en polvo al otro lado de la pared. Chocaban y se extendían a lo largo del cuarto. En ese momento la canción del día sonó más alto y la vibración general era de bondad. El mismísimo espíritu santo se estaba materializando en mi habitación y yo lo observaba en paz. Con los párpados casi ya vencidos, pero los ojos aún vivos.

Me sentí a salvo después de aquello y pude, por fin, dormir.

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