El outsider recalcitrante

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Parecía un hombre con pasado turbulento. Sin nombre, o quizá lo tenía, pero su cara no encajaba con ninguno, se podia llamar David o Eleuterio, pero se te olvidaría a los pocos segundos de que te lo dijese. Podía ser tranquilamente de acá o de allá, tampoco tenía rasgos muy fácilmente diferenciables, aunque sabía que venía de Italia. Treinta y tantos años, caucásico. Compartia piso con gente a la que rehuía. Salía de casa muy temprano por la mañana y volvía muy tarde tratando de no cruzarse con nadie del piso. Sus pocos amigos, si algún día los tuvo, estarían muy lejos. Él era un desconocido en el pequeño pueblo en el que vivíamos. Aparentemente nunca tenía mucho que decir. Hablaba cuando estrictamente dos personas deben hacerlo, por ejemplo, en una cafetería, pidiendo un café con leche y el camarero preguntando su preferencia en cuanto a temperatura de la leche. Pero esa mudez, cómo he dicho era toda apariencia. Por nimia que fuera la excusa, se abría y hacía comentarios blandos para empezar, sin forzar una conversación seria. Luego se explayaba. Lo hacía muy sutilmente, tiraba el cebo y si picabas, ya te podías dar por perdido.
En la parada de bus, se acercaba a la gente, y a pesar de saber el horario del bus, preguntaba si tal bus pasaba por tal sitio o si venía con retraso, y hacía pequeñas críticas con respecto al bus para que le dieran la razón y forzar quizá un tema en común con la otra persona y así poder entablar una conversación más extensa. 

          El otro día lo vi. Iba de chándal y un gorro le tapaba la calvicie prematura. Estaba esperando el bus donde estaba yo esperando el mismo bus para volver al pueblo dormitorio barra infierno en el que vivíamos. El sin nombre se me acercó de espaldas invadiendo mi espacio personal, tratando de hacerse notar, o que yo notara su presencia. Lo que no sabía él, era que yo me había percatado de su existencia. Sé notar a la gente así. A los desesperados, a los locos sin parecerlo, a los solitarios. Yo era uno de ellos.
         El sin nombre había conseguido atrapar con su cebo a una amiga mía. Ella me habló del sin nombre e intentó describirme su aspecto, yo supe enseguida de quién me hablaba. El chico la había abordado por la calle, a ella le cayó en gracia y empezaron a quedar para dar paseos por el pueblo. A la semana siguiente mi amiga dejó de hablarle porque según ella, la estaba acosando y pidiendo dinero.
         Yo lo miraba desde la distancia. Sus ojos de cazador no infundían nada de miedo a pesar de su galopante locura. A mi me producía repugnancia y no sé muy bien el porqué. Quiero pensar que leo en sus ojos que es un asesino,  y concretamente de mujeres. A veces me las doy de vidente, no sé, es una sensación que tengo. Supongo que las apariencias engañan pero yo confiaré siempre en mi criterio al ver las cosas, y creo diferenciar las buenas de las malas personas al momento de verlas. 

         Nuestro amigo fumaba su porro y miraba su reloj, luego intentaba decirme algo que yo no escuchaba y le respondía con señas imitando a un sordo mudo. Entonces él desistía, se guardaba lo que quedaba del porro en una cajetilla de tabaco y se tocaba la barba reflexivo.
         Ahora siempre que me ve por ahí, me saluda con la mano y balbucea alguna cosa en la boca, o si baja del bus se despide con un seco "adiós".

Relatos cortos y otras paridas salidas de una botella de Jameson®Donde viven las historias. Descúbrelo ahora