✨BONUS: UN SUEÑO

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Fui corriendo a por los dos cafés: uno con leche y otro largo y solo. Estaba nevando mucho y casi me caigo un par de veces en mitad de la calle. Siempre me decían que yo era un poco patosa. Llegué a la cafetería e hice el pedido. La camarera me dedicó una amable sonrisa y me preguntó por las navidades.

—Muy bien, las he pasado en casa de mi madre —respondí, jugando con los dedos bajo el mostrador. Un pequeño gesto nervioso que tenía desde niña—. ¿Qué tal las tuyas?

Ella me contó que fue un completo desastre. Sonreí y asentí hasta que terminó y me entregó los cafés. Me despedí deprisa y salí de vuelta a la oficina.

Había llegado hacía solo dos meses a INternational, una de las empresas más innovadoras y florecientes. Creada por el joven empresario Eren Jaeger. Me había costado un poco habituarme al ritmo enloquecido de la oficina, pero creí haber encontrado ya mi lugar entre el resto de las chicas de recepción.

Entré en el enorme rascacielos y por poco derramo los cafés sobre un par de empresarios trajeados a la puerta. ¡Qué torpe soy a veces! Me disculpé en un jadeo casi sin aire, sonrojada y con la mirada baja hasta alcanzar el ascensor. Me puse en una esquina y apreté la espalda contra la pared para no molestar a la gente que entraba y salía en cada piso. Cuando llegué, me abrí paso mientras me disculpaba repetidas veces.

Ann me miró tras la mesa de recepción. Abrió sus bonitos ojos negros y se señaló la muñeca con el bolígrafo. Contuve un jadeo. El señor Jaeger y el señor Ackerman ya habían llegado. ¡Oh, no! Me apresuré a recoger la bolsa del restaurante de lujo con su desayuno y salí a paso rápido por el pasillo de moqueta gris. Me había prometido a mí misma no volver a llegar tarde con el café desde mi desastroso primer día.

Me detuve frente a las grandes puertas de madera oscura y cogí aire antes de llamar con los nudillos. Pasé el peso del cuerpo de una pierna a otra, nerviosa y un poco sonrojada. La puerta se abrió y el ayudante del señor Jaeger, el señor Ackerman, me recibió con su preciosa y perfecta sonrisa. El señor Ackerman era un hombre guapísimo. Parecía el príncipe de un cuento de hadas: atractivo, fuerte y amable. Tenía un hermoso pelo azabache y la piel porcelana. Sus ojos eran de un azul polvoriento y suave que a veces se confundía con el gris.

—Hola, Clara —me saludó con su voz siempre tranquila y su agradable acento irlandés.

Petra estaba colada por él y Sophia decía que su culo debería estar expuesto en un museo junto con el resto de obras de arte; aunque Ann sospechaba que el señor Ackerman era homosexual porque no le había mirado al escote nunca, y Ann siempre llevaba ropa muy apretada y escotada.

—Ho... hola, señor Ackerman —respondí cuando me di cuenta de que llevaba demasiado rato mirándole como una boba.

Agaché un poco la cabeza, avergonzada y sonrojada, mientras estiraba los brazos para ofrecerle la bolsa con su desayuno y los cafés calientes. Había una extraña y agradable calma en la forma en la que el señor Ackerman hacía las cosas y eso siempre me había hecho sentir más tranquila a su lado, aunque supiera que, como en ese momento, había cometido un error.

—Clara.

Aquella voz grave y profunda... era él. Detrás del señor Ackerman, en lo profundo del despacho al que me aterraba entrar, estaba el hombre más atractivo y sexy que había visto en mi vida: el señor Jaeger. Eren Jaeger, el Soltero de Oro de la ciudad y ¡mi jefe!

El señor Ackerman se apartó y dejé de mirar a su camisa gris perla y corbata fina y negra para contemplar al hombre con los ojos más bonitos que había visto en mi vida. El corazón empezó a latirme con fuerza en el pecho, noté como me ruborizaba todavía más y me quedé como un completa tonta mirándole sentado tras su gran mesa de ébano.

Su pelo era castaño, pero el castaño más bonito que pudiera existir. Sonreía un poco, alargando las comisuras de sus labios perfectos y rosados, mostrando apenas un centímetro de aquellos dientes blancos y perfectos que se escondían debajo.

Ayer me había ayudado. Él, en persona, había vuelto del ascensor cuando se me habían caído unas carpetas al suelo de la forma más tonta y humillante. Se acercó con una sonrisa que me detuvo el corazón en seco y se agachó para recoger los papeles con sus manos grandes y poderosas. Él era un hombre grande y poderoso. Se había puesto de pie para entregármelos de vuelta y yo había tenido que levantar la cabeza para alcanzar a ver más allá de la parte baja de su gran torso. Le había dado las gracias apenas sin respiración, completamente atontada por su absorbente presencia y su mirada fija. Él dijo entonces mi nombre. Yo no sabía que supiera si quiera que existía, pero él pronunció mi nombre con aquella voz profunda y serena y sentí como me recorría una corriente eléctrica por todo el cuerpo. Cuando se había ido, no había podido volver a hablar en toda la noche.

—¿Ya se te ha caído algo hoy? —me preguntó.

Quise reírme, pero no fui capaz. Solo me sonrojé todavía más, sintiendo el calor y rubor ardiente de mis mejillas. Bajé la mirada y empecé a jugar con mis dedos, concentrándome en recordar que debía respirar.

—No..., señor Jaeger —conseguí decir en apenas un murmullo que quizá no hubiera llegado a oír.

Él se rio, sorprendiéndome tanto que alcé de nuevo los ojos para ver como su sonrisa de dientes perfectos me arrebataba por completo el poco aliento que había conseguido recuperar.

—Eso está bien.

Entonces me guiñó un ojo, un gesto juguetón y relajado que me erizó la piel de arriba abajo. No pude hablar, no pude moverme, no pude hacer nada más que entreabrir los labios y quedarme completamente paralizada ante su atractivo. Por suerte, el señor Ackerman fue a mi rescate y volvió a interponerse entre nosotros.

—Muchas gracias, Clara —me dijo con su suave sonrisa.

Alcé la cabeza y la mirada, todavía sin ser del todo consciente de lo que estaba pasando. Miré aquellos ojos calmados y tranquilos y al fin conseguí reaccionar, como si saliera de una especie de trance o embrujo que el señor Jaeger hubiera echado sobre mí.

—De... de nada, señor Ackerman —respondí, agachando la cabeza hasta que mi pelo moreno me cubriera el rostro.

Me di la vuelta, completamente avergonzada y tan roja como un tomate, para volver a recepción lo más rápido posible. Me senté en mi silla en la esquina y dejé las manos en el regazo, mirando la mesa que se escondía bajo la tabla alta del mostrador de recepción. Me concentré en recuperar la respiración y me toqué las mejillas ardientes. «Aquello no podía haber pasado», me dije, «tuvo que ser un sueño».

—¡Clara! —exclamó Ann a mi lado.

La miré deprisa y ella movió sus ojos hacia un lado, delante de mí. Seguí aquella dirección y me encontré con un repartidor que esperaba con una expresión un poco enfadada tras el mostrador. Me levanté de un salto, y me disculpé varias veces, pasándome una mano por la melena para colocarla detrás de mi oreja.

Definitivamente, tenía que haber sido un sueño.

Señor Jaeger - EreriDonde viven las historias. Descúbrelo ahora