Epílogo

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DIEZ AÑOS DESPUÉS Noviembre de 1947

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DIEZ AÑOS DESPUÉS
Noviembre de 1947.

Pese a que en su cuerpo portaba las marcas de lo que aconteció aquella funesta noche de octubre en Winchester, Beth no podía evitar pensar en todo lo que vivió durante su adolescencia en la hermosa ciudad con una sonrisa.
Durante todos esos años nunca se permitió caer en la melancolía que la tragedia podía arrastrar consigo.

Tampoco les confesó a sus padres los verdaderos motivos que escondían la agresión de Charles Robinson. Y nunca lo haría. Era un secreto bien oculto en su corazón y que llevaría con ella a la tumba. Cómo el gran amor que aún le profesaba a la risueña joven de ojos verdes.
No había vuelto a tener noticias de ella desde que recibió aquella presurosa carta, una que tenía confinada y a resguardo en el cajoncito secreto que había dentro de su joyero.

Había seguido adelante como ella le había pedido. Y, ahora, había mejorado la relación con su tosco padre, tenía una mascota canina como siempre quiso, estaba prometida con un chico maravilloso y trabajaba en el hospital como enfermera. Era feliz, de verdad que sí, con sus relaciones, con su vida y con su trabajo, pese a que este último la llevara a poseer unas ojeras enormes a causa de los turnos casi interminables que le impedían descansar cómo debía y que, por consiguiente, casi habían provocado que llegara tarde a su puesto de trabajo más de una vez.

Cómo en ese momento:

—¡Llego tarde, llego tarde! —gritaba como una loca mientras corría por las calles de Londres—. ¡Llego tarde, llego tarde!

La gente apenas alcanzaba a apartarse de su camino. Era como un vendaval.

Le echó un rápido vistazo a su reloj de pulsera y aceleró el ritmo de sus piernas.
Compuso una sonrisa de victoria al ver el enorme edificio donde trabaja a lo lejos.

Siguió corriendo.

Estaba a punto de alcanzarlo con dos minutos de margen.
Dobló una esquina saboreando la victoria.

Entonces, algo se cruzó en su camino y cayó estrepitosamente hacia atrás. Las faldas de su uniforme azul y gris revolotearon a su alrededor.

Beth gimió de dolor mientras se acariciaba sus dañadas posaderas. Frente a ella, alguien se quejó de igual forma. Por su ropa pudo ver que era una mujer. Y, entre ambas, el contenido de su bolso se hallaba desparramado por el suelo.

—Maldita sea... —masculló la mujer por lo bajo mientras recolocaba su sombrero.

—¡L-lo siento...! —se disculpó Beth—. ¡Iba tan rápido que no la he visto! —Ella se limitó a comenzar a recoger sus cosas y Beth, sintiéndose mal, se apresuró a ayudarla—. De verdad que lo siento —volvió a decir Beth—. Yo...

Sus manos rozaron las suyas sin querer, sus ojos bajaron y su respiración se cortó de golpe. El dorso pálido de la mujer tenía cicatrices, cicatrices redondas muy similares a las que ella misma tenía.

«Marcas de cigarros...».

La mujer, mientras metía sus cosas nuevamente en su bolso, elevó ligeramente el rostro exponiendo parte de su rostro. Los ojos de Beth se abrieron poco a poco.
Un jadeo escapó de sus labios y ella la miró.

Ojos verdes.
Boca de fresa.
Cabello como el sol.
Cicatrices de batalla.

Sus labios se movieron, exclamando con sorpresa un nombre. Su nombre.

Lili...

Y su mente quedó en blanco.

Y su mente quedó en blanco

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