Capítulo 13

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Era un dibujo, cierto

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Era un dibujo, cierto. Un dibujo, limpio y claro, de una silueta humana.

La suya.

Tardó varios segundos en darse cuenta de este hecho. Al principio, creyó que era el retrato de una persona cualquiera pero, cuanto más se fijaba en él, cuanto más detallaba los pequeños detalles, más grande se volvía la evidencia ante sus ojos.

Era ella, sin duda. La cicatriz alargada de su espalda era como una marca de nacimiento, inconfundible y única. Y el cabello húmedo y la desnudez de su cuerpo le revelaron el momento exacto que le sirvió a la autora de inspiración.

Sus manos comenzaron a hormiguear con fuerza, amenazando con dejar caer el dibujo.
Pero no lo hizo.

Siguiendo un impulso irracional, se levantó y caminó hacia el espejo de cuerpo entero situado en una esquina de la habitación.
De pie frente a su reflejo, comenzó a pasear la yema de sus dedos por los contornos de su figura con trazos sutiles.
Detalló el contorno de su rostro, el pulso de su cuello, la delgadez de sus hombros y la redondez de sus pechos en busca de las curvas del dibujo, unas cuyas existencia nunca había notado por sí misma hasta ese instante.

Beth, pese a los evidentes cambios físicos que había experimentado con la edad, nunca había podido dejar de verse como una niña, con el cuerpo pequeño y delgado, con pliegues difusos.
Nada que ver con la figura femenina y sensual doblada en su mano.

¿Era esa la imagen que Renée tenía de ella? ¿Era así como la veía en realidad, no como una niña, sino como...?

«Una mujer».

Ante ese pensamiento y, al percatarse del destino errante de sus manos, la joven entró en pánico y, alterada, guardó el trozo de papel en uno de los cajones de su pequeño escritorio junto a la carpeta llena de ejercicios.
Después, apagó la luz y se metió en la cama rezando porque el sueño llegara pronto a ella.

No lo hizo. Ni esa, ni el resto de las siete noches de aquella semana. Siete noches en las que no dejó de darle vueltas una y otra vez al porqué de la existencia de aquella ilustración monocolor que permanecía impertérrita, escondida en la oscuridad.

Sus reuniones con Renée se volvieron tensas y parcas en palabras, tal y como una vez fueron cuando la lengua de la francesa le lanzó ese piropo que la ruborizó hasta el alma. La rubia le preguntó más de una vez por su actitud, pero ella simplemente le lanzaba excusas tras excusas, cada una más escueta y menos creíble que la anterior.

Hasta que, a las seis en punto de la tarde del segundo viernes del mes, Beth no lo soportó más...

Y todo estalló.

El escenario volvió a ser el más que cotidiano dormitorio de la francesa quien, en ese momento, se encontraba ordenando los cajones de su cómodo. O, al menos, lo intentaba. Beth, mientras tanto, tenía su espalda apoyada contra la pared, observándola.

DONDE CRECEN LAS FLORESDonde viven las historias. Descúbrelo ahora