Capítulo 16

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Desde esa tarde, ambas comenzaron una relación clandestina

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Desde esa tarde, ambas comenzaron una relación clandestina. Cuando Beth salía con Anna, Renée siempre conseguía encontrarla y pasar tiempo con ella, aunque no fuera haciendo lo que ambas deseaban (besarse y abrazarse principalmente).

En las reuniones de grupo siempre se sentaban juntas y, mientras los demás conversaban o discutían sobre algún tema que aparentaba ser emocionante y estar de actualidad, las dos amantes se miraban con pasión y se cogían de las manos amparadas siempre por la amplitud de sus ropas.

Pero llegó un punto en el que eso ya no era suficiente. Necesitaban mayor contacto entre ambas, sentir el roce de sus pieles tal y como tanto anhelaban.

La oportunidad se presentó cuando el doctor decretó que su recuperación había sido más que exitosa y que la vigilancia constante ya no era necesaria.
Ambas quedaban en verse en la casa de la francesa sin pretexto aparente, pues la escusa de las clases de francés dejó de tener sentido cuando el señor Franklin le realizó a su hija un examen exhaustivo para verificar que aún recordaba sus lecciones pasadas y que no había estado perdiendo el tiempo allí.

En cuanto Beth llegaba a la entrada de la vivienda de Renée, esta abría automáticamente la puerta sin necesidad de que nadie llamara y subían a su habitación (con prisas si no había nadie en casa y con moderación si se encontraba el padre de la rubia en el salón), cerraban la puerta y daban rienda suerte a sus deseos.

Se besaban, se palpaban, se acariciaban y se decían palabras peligrosas y con un tinte de inocencia al oído.
Era su pequeño mundo, su lugar seguro, su fortaleza de paredes de color pastel y suelo de madera. La cama era demasiado pequeña para acomodarlas a las dos, pues las forzaba a prácticamente estar la una sobre la otra. Y eso, claramente, no las desagradaba en absoluto.

Pero la privacidad que las chicas creían tener en aquel diminuto dormitorio se evaporó cuando, una tarde, Étienne Dubois entró agitado y sin tocar, interrumpiendo su sesión de besos de forma abrupta, alegando que tenía que ir con urgencia al hospital a visitar un amigo suyo que acababa de accidentarse. Podría haberlas atrapado sin mucha dificultad pero, ensimismado como estaba en sus cosas, le lanzó una escueta despedida a ambas, que tenían el cabello revuelto, los labios rojos e hinchados y los ojos como platos, y se marchó.

Al ver la facilidad con la que podían ser descubiertas, se propusieron buscar un punto de encuentro lo suficientemente secreto como para que nadie pudiera molestarlas.
Lo encontraron a las afueras de Winchester.
Un pequeño cobertizo de madera medio engullido por la maleza cerca de las vías del tren.
Era el escondite perfecto pues, tras casi diez años de desuso, ya nadie reparaba en él.

Aun así, los chismes acerca del más que evidente acercamiento entre las dos jovencitas que hasta hacía poco se habían llevado mal empezaron a rondar por todas partes llegando, inevitablemente, a los oídos de los padres de Beth.
La señora Franklin no le dio demasiada importancia, pero el señor Franklin, al contrario que su esposa, no pudo evitar sentir curiosidad por ello.

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