Desde su cuarto Adrián le pidió si le podía traer un martillo, anteriormente habían discutido y Lucas aún estaba enojado con él, era la décima vez en la semana que peleaban. A mala gana fue al garaje que estaba bajando las escaleras, en una pequeña puerta blanca apenas iluminada por un foco.
Había encontrado el martillo en la caja de herramientas cuando la figura traslúcida de Mateo apareció.
—Hasta hace un rato te gritaba y ahora te pide algo —alegó con una sonrisa ladina en su rostro.
—Solo le hago caso porque es el mayor —confesó Lucas—, pero la verdad que ya me está hartando ser el menor.
—Entiendo. Oye dame el martillo, se lo llevaré yo.
—Me va a retar por no llevárselo —Se opuso.
—No te hagas problema, dame que se lo llevo.
Finalmente aceptó su propuesta y le entregó el martillo, apenas había volteado para cerrar la caja y ya no estaba allí con él.
A los minutos escuchó un fuerte golpe desde arriba, como si hubieran tirado una bolsa de papas con fuerza. Subió las escaleras rumbo a la habitación donde había estado su hermano. Un charco de sangre se deslizaba por debajo de la puerta, no se animó a abrirla, tampoco se quedó más tiempo. Bajó las otras escaleras de dos en dos y se dirigió a la puerta principal, sin embargo la puerta ya no tenía perilla; alguien la había arrancado.
Desde arriba escuchó el martillo golpear las paredes, cada vez más cercanos. Oyó la voz de Mateo llamarlo.
Corrió y se escondió dentro de la mesada de la cocina, en busca de un refugio. El sonido estruendoso del martillo se detuvo cuando Mateo llegó a la cocina. Lucas no podía verlo, pero oía sus pasos y una risa contenida, sintió el desliz de la cajonera de la mesada y el chasquido de los cubiertos.
—Lucas, ¿te escondiste?
El ruido metálico de un cuchillo le provocó escalofríos, cada vez era más fuerte, más cercano, no podía hacer callar los latidos frenéticos de su corazón pensando que él los podría llegar a escuchar.
Temblando trataba de entender qué ocurría con Mateo, habían sido amigos desde hace unas semanas pero confiaban en el otro, sabían todo de cada uno y aún así Lucas no conocía este lado de él.
—Ahora eres el mayor, Lucas —hablaba—. ¿No estás feliz? ¿Entonces por qué te escondes? No te voy a hacer nada, somos amigos.
Quería escupirle en la cara y decirle que los amigos no matan a sus hermanos aún si Lucas bromeaba con que quería ser hijo único, jamás llegaría al extremo de matar a Adrián.
Escuchó el estruendo de la mesa siendo pateada hasta caerse, lo mismo con las sillas y el resto de muebles que habían en el comedor. Estaba tirando todo lo que se cruzaba en su camino, y temía que haga lo mismo con él.
—¿Te acuerdas esa vez que me preguntaste por mi papá? Por cómo había muerto digo.
De repente sentía náuseas.
—Te conté que era un desgraciado, igual que tu hermano y te reíste, ¿lo recuerdas? No te respondí la pregunta porque sabía que ibas a actuar así. Quiere decir que eres igual de desgraciado que ellos dos.
Su mano golpeó la puerta de la mesada. Lucas escuchó cómo apoyaba el arma blanca contra la madera.
Su cuerpo temblaba sin parar, sentía que todo le daba vueltas, las gotas de agua resbalaban desde sus ojos sin parar y refrescaba su rostro enardecido por la aceleración sanguínea. El aire no llegaba a sus pulmones, pero temía realizar algún tipo de sonido que alerte a Mateo de su escondite.
—Estaré bien —consideró—, no me encontrará, saldré de acá y llamaré a una ambulancia. Adrián se recuperará y jamás volveré a pelear con él.
Estaba comenzando a estabilizarse cuando percibió los pasos de Mateo alejándose. Pudo soltar el aire que estaba conteniendo e inhalar cómodamente.
Estiró su mano hasta la puerta para abrirla, entonces escuchó por primera vez la madera partirse a la mitad cuando el cuchillo se clavó en esta, la segunda puñalada fue en su mano por lo que soltó un grito agonizante y trató de alejarla. La sangre salía a borbotones de su mano y se escurría por debajo de la puerta de la mesada.
La tercera puñalada fue a parar directamente en el medio de su pecho, arrancando su último aliento.