La semana previa a mi vuelo, Julieta la estaba pasando muy mal, su cuerpo había comenzado a pasarle factura de todos sus nervios. Se encontraba enferma, en cama, y no había nadie para ayudarla con sus cosas y las del hogar. Fue un sacrificio, pero pagué más para el vuelo dentro de dos días. Llegado el día hasta yo comenzaba a sentirme enfermo, pero no quería echarme para atrás. El viaje había sido largo, y fue complicado hallar su departamento, pero allí estaba, frente a su puerta.
Una, cuatro, siete veces golpeé su puerta, nadie atendió.
Comenzaba a preocuparme, se suponía que estaría allí. Esperé hasta que se hizo de mañana. Hacía frío entonces. Me abrigue con el oso polar que le había hecho, abrazándolo sentado en la escalera principal. Por un momento había cerrado los ojos y cuando los abrí, una mujer muy parecida a ella estaba frente a mí. Su pelo pelirrojo con canas delató su avanzada edad y supe que se trataba de la madre de Julieta, detrás de ella lo acompañaba un hombre de hombros anchos y ojos enrojecidos, parecía haber estado llorando, al igual que la madre de Julieta.
Nos habíamos visto en un par de video llamadas, pero esta vez no me reconocieron. Subieron los peldaños y abrieron la puerta, los detuve.
—Disculpe. Hola. ¿Sabe dónde está Julieta?
Mary, la madre, volteó a verme y se largó a llorar.
—¡Andate de acá pendejo! —Escupió Luis, abrazó a su mujer buscando consolarla. Mary me miró, con una expresión dolida y bajó la vista a mis maletas y al peluche sobre todo.
—¿Eso es para ella? —preguntó con voz entre cortada.
—Sí —respondí.
Tomó el peluche con manos temblorosas y se lo llevó al pecho. Luego abrió la puerta y me pidieron que espere unos minutos.
—¿Quieres ir a verla? —preguntó después, apuntando con la mirada el auto negro de Luis.
—Sí, por favor.