Capítulo 7

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Día 134, y ahí me encontraba yo, cautivo, incapaz de escapar de las fuerzas del orden que en algún momento regían estas tierras, y fueron mis amigos antes tan solo para utilizarme hasta que dejé de serles útil en libertad.

Pasamos la noche del día anterior en el laboratorio y en la mañana saldríamos en los coches hacia la cárcel, cosa que no pasaría.

—Vamos a Long Island –escuché como la teniente decía– dejémoslo en una celda y enviémos a un equipo a buscar a su padre.

—Debemos tenerlo vigilado –dijo el coronel.

Tan solo avanzamos unos metros y sentimos como los neumáticos de los vehículos se reventaban como si de bombas se tratase.

—¡Qué cojones! –dijo el general, muy maleducado por su parte soltar palabrotas.

—Coronel hemos caído en una trampa, habían pinchos en el suelo –dijo el chófer.

—¿Cómo no lo viste? Eres un inútil, acabas de condenarnos a todos por tu error. Tendremos que seguir a pie.

Procedimos a bajarnos, se veía el miedo en la cara de los soldados; en la del coronel incluso. Los animales que habían escuchado las explosiones de la puerta del refugio seguramente nos seguían y lo más probable es que nuestras llantas pinchadas les hayan indicado el camino así que si yo fuera ellos también tendría miedo.

Estuvimos caminando por un rato, lo más veloz, pero a la vez precavidos posible. Pasadasas unas 2 horas, serían las 9:00 a.m. más o menos y sentimos un ruido intenso proveniente de uno de los edificios cercanos. Era como cuando estás cocinando y se te cae una olla, pero esto parecía como si fuesen mil. ¿El resultado? Águilas.

Venían docenas, los soldados empezaron a disparar como locos, las aves caían como moscas y la sangre llovía. No recuerdo bien que pasó, pero si puedo decir que éramos 9 y solo vivimos 4, el coronel, la teniente, un soldado y yo.

Avanzábamos a paso ligero, éramos pocos y no había espacio para la cautela, debíamos encontrar un vehículo si queríamos seguir con vida; o al menos llegar a Long Island de una pieza.

Se preguntarán que hice yo, supongo. Cómo les digo, con unas esposas no lograría hacer mucho y si intentaba huir me cocerían a balazos así que la respuesta es clara, no hice nada.

Todos con cara de pánico, con paso apresurado y cada vez con menos luz. Eran las 5:00 p.m. y nuestro futuro se oscurecía como si el sol al ponerse se llevara nuestras esperanzas con él.

—Los coyotes atacan en la noche –dijo el coronel– debemos encontrar un refugio cuanto antes.

—¡Coronel, allí! –exclamó el soldado con una pizca de esperanza en su mirar.

Era una casa que parecía habitable, entramos y aseguramos las puertas y las ventanas. Pero a media noche la puerta sucumbió ante algo, o alguien. Como si la hubiesen abierto con una palanca, o al menos así pensé por el ruido que se escuchó.

Todos se levantaron para ver como los búhos y los mapaches entraban por la puerta que yacía de par en par.

Los escuché mientras observaba sentado en las escaleras que conducían al segundo piso justo frente a la entrada.

—¡Cómo entraron! –dijo el coronel.

—¡No lo sé! –respondió la teniente.

—¡Mátalos! –gritó.

—Eso intento coronel.

Se escucharon disparos. Un mapache atacó al coronel desgarrando su cuello y haciendo una herida de gravedad según pude ver, parecía que este era el fin del infame grupo de soldados. La teniente fue atacada por un búho, pero acabó con él y después de un rato logró cerrar la puerta.

—¡Pudiste haber ayudado! –dijo mirándome con rabia– ¡A ti no te atacan!

Siendo sinceros. ¿Quién ayudaría a las personas que te traicionaron y secuestraron de la forma más baja posible?

—Lo siento –dije– soy un prisionero. Tengo las manos esposadas.

—¡Vamos! –dijo– Hay que irnos.

Y sin notarlo, ya era de día.

Seguimos caminando la teniente y yo, en dirección hacia la cárcel.

Los caminos ya se notaban deteriorados y las casas y apartamentos iban siendo colonizados por plantas y enredaderas como en las típicas ciudades abandonadas que veíamos en las películas, en casi todas las zonas de la ciudad ya no existía ni una pizca de ruido, como si el silencio se fuera apoderando del planeta a la par que la flora y la fauna, sin coches, sin el bullicio de la turba que caminaba las calles cada día, estaríamos en completo y terrible silencio. Los cadáveres en descomposición de seres humanos dispuestos en las orillas de las calles como una forma de denigrarlos, es extraño pero está vez no los comían, supongo que en su mente dabamos asco, y la verdad, razón no les falta, el ser humano ha maltratado tanto a los animales desde el inicio de su existencia, que merecen, algunos, lo que ha pasado.

Después de tres horas de andar caminando nos dimos cuenta de que habíamos llegado a un callejón sin salida.

Íbamos por una calle recta con una curva cerrada al final, detrás venían algunos animales, lo sabíamos y por eso veníamos con prisa, cuando doblamos la esquina pudimos ver que delante había un camión sisterna volcado, imposible de trepar por las enredaderas espinosas que habían crecido sobre él, las cuales eran capaces de desgarrar nuestra sensible piel.

Intentamos regresar. Pero era tarde, estábamos entre las espada y dos leones.

—Po-ponte delante –dijo la teniente titubeante–, hazlo ahora o te disparo –dijo alzando un poco la voz mientras me apuntaba con una pistola.

—OK.

—¡Haz que se vayan o te mataré! ¡Ahora!

...

DISRUPCIÓN ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora