CAP 16

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Necesitaba perderme. Necesitaba liberarme. La cabeza me daba vueltas con todo lo que ocurría en mi vida: Jahn, mis padres, Kevin. Y Mile. En el centro de todo estaba siempre Mile. Su cercanía. Su deseo. Su calor. Su rechazo. Sentí como si mi mente —o mi existencia— intentara sintonizar una frecuencia específica y lo único que encontrara fuera ruido blanco. Como si estuviera dando tumbos por la estratosfera, sin red, sin guía, para regresar a mi lugar de origen.


Me sentía ansioso y frenético, anhelante y confundido. Necesitaba tanto soltar cabos como encontrar un anclaje. Necesitaba apaciguar mis demonios.

Necesitaba... Ay, maldita sea, no sabía qué necesitaba. Pero sabía que una inyección de adrenalina, fuera como fuese, me tranquilizaría. Si hubiera podido generar esa sensación de liberación salvaje, el ruido blanco que me atormentaba se habría silenciado. Tal vez se me aclararían las ideas; tal vez conseguiría pensar.

Porque en ese momento no podía pensar. No mientras recorría a toda velocidad las calles, dando codazos a otros transeúntes, haciendo caso omiso a las señales de cruce y dejando que mis pies fueran devorando el asfalto.

Tampoco podía pensar cuando entré dando tumbos en los grandes almacenes. Cuando pasé los dedos, ociosamente, sobre las camisa, los tejanos, los maletines y las muestras de perfume.

Pero mientras deambulaba, y me concentraba en cómo obtener esa inyección de adrenalina que lograría devolverme la claridad y ayudarme a encontrar el equilibrio, fui consciente del entorno. Empecé a darme cuenta de dónde estaba y de qué podía hacer.

De qué necesitaba hacer si quería tranquilizarme.

«Grandes almacenes. Joyería. Hazlo».

Sentí el cosquilleo en las manos y cómo se me aceleraba el pulso.

Sería fácil. Muy rápido, muy limpio. Perfecto.

Bueno, estaba claro. Tal vez hubiera metido la pata en otras ocasiones. Lo cual no significaba que esa vez fuera a salir mal. Quizá esa vez todo encajara.

Y la inyección de adrenalina me bastaría para seguir tirando. Incluso podía durar hasta mi llegada a Washington.

Y entonces... Pues tendría que aprender a mantenerme a raya. Porque entonces sería otra chico. Sería otro yo. Una nueva Apo de pies a cabeza.

«Tú hazlo y ya está».

Respiré hondo para sosegarme un poco. Era un chico cualquiera. Un compradora como otros muchos. Solo estaba mirando, dejando que mis dedos rozaran las vitrinas y los expositores. Agarré un chumpa de color rosado de la marca Dior  y me los deslice sobre mi dorso mientras observaba mi imagen reflejada en el espejo.

Volví a colocarlos en su sitio,  impresionado.

Tomé unas gafas de sol y también las devolví,  indiferente.

Estaba solo, nadie me observaba, y cuando levanté los relojes y las dejé caer en el bolso con disimulo, habría jurado que nadie me miraba.

«No lo hagas. —La voz de mi cabeza era atrevido y agresivo, pero no estaba seguro de haberlo escuchado—. Maldita sea, no lo hagas».

Intenté relajarme y vi a una vendedora en la sección de zapatería que me miraba. Me quedé helado, aterrorizado, así que volví a tirar los relojes sobre el mostrador. Había una salida a solo veinte metros, y deseé que mis pies se encaminaran en esa dirección porque necesitaba esfumarme antes de desmayarme.

Porque tenía la certeza de que el desmayo era inminente.

Creo que fue lo más difícil que había hecho jamás, pero conseguí salir de los grandes almacenes antes de que me cedieran las piernas. Sentí cómo iba cayendo al suelo, con la espalda pegada a la fría fachada de piedra y mis pantalones de pinzas hechos a medida ensuciándose con la mugre de la pared.

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