CAP 2

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Hacía casi ocho años que conocía a Mile Phakphum, aunque en realidad no sabía cómo era.

Acababa de cumplir dieciséis años cuando lo vi por primera vez, durante el sofocante verano que marcó tantas primeras veces en mi vida. Fue el primer verano que pasé entero en Chicago. El primero sin mis padres. La primera vez que me tiré a un tío. Porque así fue: me lo tiré. No fue un tierno amor adolescente. Fue por puro desahogo, simple y llanamente. Desahogo, evasión y necesidad de olvidar.

Y vaya si necesitaba olvidar, porque además ese era el primer verano sin mi hermana, que yacía a dos metros bajo tierra en la soleada California.

Me sentí perdido tras su muerte. Mis padres —abatidos por el luto— habían intentado arroparme, ayudarme y consolarme. Pero yo me mostraba reacio, la pérdida me pesaba como una losa y no podía acudir a ellos como me hubiera gustado. Me sentía tan culpable que creía no tener derecho a recibir su ayuda o su afecto.

Fue Jahn quien me rescató de ese pequeño rincón del infierno. Se presentó en la puerta de nuestra casa en La Jolla el primer viernes de las vacaciones de verano, y enseguida se llevó a mi madre al despacho con revestimiento de madera oscura al que yo tenía prohibida la entrada. Cuando

salieron de allí veinte minutos más tarde, mi madre volvía a tener lágrimas en

los ojos, aunque consiguió dedicarme una animosa sonrisa.

—Ve a hacer la maleta —me ordenó—. Te vas a Chicago con el tío Jahn.

Metí tres camisetas y algunas camisas, un par de pantalonetas, un traje, unos tejanos y los pantalones cortos que me puse para el viaje en avión. Esperaba pasar allí el fin de semana, pero me quedé todo el verano.

En esa época, Jahn vivía gran parte del año en su casa con vistas al lago en Kenilworth, una adinerada urbanización de Chicago. Durante dos semanas enteras no hice otra cosa que sentarme bajo la pérgola y contemplar el lago Michigan. No parecía yo. En visitas anteriores había salido con la moto de agua o a practicar con el monopatín, o bajaba a toda pastilla por Sheridan Road con una bici prestada en compañía de Flynn, el chico que me tiraría más tarde y que vivía dos puertas más allá, y que era tan salvaje como yo. A los doce años llegué incluso a instalar una tirolina que iba desde la habitación del ático hasta el extremo más apartado de la piscina. La probé todo ilusionado, para gran consternación de mi madre, que empezó a gritar y a blasfemar en cuanto me vio cruzar por los aires, disparado como una bala, para acabar en el agua.

Desde su tumbona de reina, Grace empezó a chillarme acusándome de que le había fastidiado la edición de Orgullo y prejuicio.

Mi madre me castigó sin salir de mi habitación el resto del día. Y el tío Jahn no había dicho ni mu, pero al pasar por su lado me pareció ver un brillo cómplice en su mirada, además de una expresión de respeto.

No vi nada semejante durante el verano de mis dieciséis años. Solo percibí lástima.

—Todos la echamos de menos —me confesó una tarde—. Pero no puedes llorar su pérdida eternamente. Ella no hubiera querido. Sal con la bici. Vete al pueblo. Ve al parque. Arrastra a Flynn a ver una peli. —Me sujetó la barbilla entre las manos y me levantó la cabeza para que lo mirara—. He perdido una sobrina. No dos.

—Apo —corregí, y decidí en ese mismo instante deshacerme para siempre de Po'. Po'era el chico de antes. El que exprimía la vida al máximo y necesitaba emociones fuertes constantemente. El que tenía demasiada vitalidad para estar tranquilo o ser cauteloso. El que era una verdadero inconsciente, el que fumaba en la parte trasera del colegio y el que se colaba en las discotecas. Un mocoso estúpido que se lo montaba con los tíos por lo emocionante que resultaba y que viajaba de paquete en sus motos por la misma razón. Po' era el chico al que habían estado a punto de expulsar del instituto solo una semana antes de graduarse.

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