La Navidad pasó y recibieron un año nuevo. Llegaron las frías mañanas de febrero, la nieve se derritió, el sol comenzó a brillar mucho más fuerte y pronto estuvieron en marzo. La primavera sopló sobre los arbustos y árboles y pronto el pequeño parque infantil estaba de color verde. Y Severus seguía escondiéndose sin poder reunir el valor para hablar con ella. Cada que podía se escabullía de su casa, iba al parque y se ocultaba detrás de los arbustos para observarla. Al igual que cualquier otro niño, tenía el derecho de entrar al parque infantil y ocupar alguno de sus juegos, pero detestaba que los demás niños le miraran de reojo y se apartaran, viéndolo de arriba a abajo como si su desaliño fuera contagioso. Secretamente, Severus temía que Lily reaccionara de esa manera porque eso no podría soportarlo. Algunas veces ella iba, otras no. Algunas veces iba él, algunas otras no. Desde su puesto de vigía, comprobó las capacidades que Lily poseía y hacía alarde; la miró, traviesa, hacer algunos hechizos frente a su hermana, que se ponía pálida de terror y de inmediato la corregía y solo él desde su escondite era testigo de cómo la palidez y el terror en el rostro de Petunia cedía su sitio a un genuino gesto de envidia cada vez que Lily ejecutaba algo increíble de ver. Después de un tiempo se cansó; se cansó de ser mero espectador. Comenzó a orquestar la forma de acercarse a ella y hablarle, pero saltaba antes que él su poco agraciada apariencia y su entrometida hermana que no la dejaba ni a sol ni a sombra y terminaba desistiendo. Lo único que realmente sabía, era que mientras más tiempo pasaba, más la quería para él.
La oportunidad llegó inesperadamente, como todas las oportunidades. Desde su habitual puesto detrás de los arbustos la observó, deleitándose con la rebeldía de la niña sentada en los columpios, haciendo trucos a hurtadillas. Los colores en el rostro de su hermana subían cada vez que la pillaba haciendo algo. Pero aquella vez fue distinto. Trepada en el columpio, Lily se balanceaba cada vez más alto, a mayor velocidad, tanta, que por segundos creyó que saldría despedida de este en pleno vuelo. A Petunia le preocupaba que se cayera y se rompiera la cara porque la reñirían por no cuidar de ella.
—¡Lily, no hagas eso! —suplicó por cuarta vez su hermana.
Por supuesto, Lily la ignoró; súbitamente, la pelirroja niña se soltó del columpio en lo alto, saltó y prácticamente voló en el aire al hacer esto y Severus se irguió en su sitio: jamás le había visto hacer algo como aquello. Hizo un esfuerzo sobrehumano para cerrar la boca, que había abierto por la sorpresa.
—¡Mamá te dijo que no lo hicieras!
Ella flotó uno segundos más y cayó al piso con suavidad, riéndose a carcajadas, divertida y satisfecha. Petunia abandonó su columpio para reñirla, manos en la cintura y gesto de severidad en el rostro.
—¡Mami dijo que no tenías permiso para hacerlo, Lily!
—¡Pero estoy bien! —repuso ella muy animada —. Mira Tuney, mira lo que puedo hacer.
Y caminó directo al arbusto donde Severus se ocultaba. El corazón de Severus se aceleró de emoción; la niña se inclinó tan cerca de él, que por primera vez pudo apreciar el rojo oscuro de su cabello y sus ojos, de un verde sorprendente. La niña levantó una flor del suelo mientras su hermana se acercaba a ella, cuidándose las espaldas y cuando Lily extendió la mano, vio como la flor abría y cerraba sus pétalos, justo como lo había hecho aquella vez en el mercado. Su hermana mayor chilló.
—¡Detenlo!
—No te hace daño —contestó Lily sonriendo y tiró la flor al piso algo decepcionada.
—Pero no está bien —agregó su hermana de inmediato, sin disimular su curiosidad al ver la flor en el suelo —. ¿Cómo lo haces?
—Es obvio, ¿no? —dijo Severus, saltando de improviso. Petunia, que pareció reconocerlo, soltó un pequeño grito y se echó a correr hacia los columpios. Lily no lo hizo; se quedó muy quieta, mirándolo con fijeza y Severus sintió la vergüenza recorrerle el cuerpo. Ella lo estaba mirando justo como no quería que lo mirara.