En la calle de La Hilandera, en la penúltima casa cerca del viejo molino vivía aquel niño de conducta reprobable, tal y como había dicho la mujer del mercado. Era una zona bastante pobre —probablemente la más pobre —, de la pequeña y mecánica ciudad de Cokeworth. Su carta de presentación era su nombre: Severus Snape. Un nombre bastante peculiar en su reducido mundo. Claro que peculiar no era la palabra que algunas personas usarían para describirle, porque Severus estaba muy lejos de ser igual o remotamente parecido a los demás chicos. Odioso, sería más apropiado según algunos vecinos. Sabelotodo, solían soltarle sus compañeros de clase. Asocial, suspiraban sus profesores. Desagradable, habría gritado el conserje, que sentía cierto malestar en el estomago cuando lo veía cruzar los patios del colegio esquivando alumnos, como araña asustada. Arisco. Hosco. Gruñón. Codicioso. Su pueblo natal parecía repelerle y él también lo repelía. En un momento de pesimismo, Severus había hecho una lista de “asuntos”, que no eran otra cosa que todo aquello por lo que consideraba, resultaba desagradable en general. El primer punto en su lista era su apariencia física: tenía dos manos, dos piernas y podía hablar como casi todos los demás, pero la gente consideraba que era poco atractivo. A nadie le gustaba una pizca suya: era demasiado delgado y le vendría bien engordar, decían. Su ropa siempre era demasiado grande o era demasiado pequeña, nunca de su talla. Tampoco era nueva y eso parecía resultarle muy divertido a sus compañeros de clase. Su nariz parecía torcerse un poco más cada día y el cabello le caía siempre sobre el rostro porque pocas veces hacía un intento por peinarlo. La piel cetrina de su rostro, aunada a dos profundos y penetrantes ojos negros, hacían imaginar a más de un niño que lucía siniestro. ¡Murciélago!, le gritaban, y se apartaban al verle llegar. El segundo punto se seguía de frente con toda la pedantería que solía y le gustaba exhibir: había aprendido rápido y de mala forma que no le gustaba al mundo. Su mejor defensa era su personalidad cínica y sarcástica que siempre era mal recibida por todo aquél que se acercara con ánimo de ofenderlo. El tercer punto, escrito con mucho orgullo, se trataba de su inteligencia: Severus tenía demasiado cerebro. Solía saber la respuesta a una pregunta inconclusa. Resolvía los problemas la mitad del tiempo que los demás chicos solían usar, a veces menos. Sabía los libros de la clase casi de memoria, corregía a los maestros, de modo que también se había ganado la enemistad de la mayoría de estos. Ninguno de aquellos profesores se creía —y mucho menos toleraba —, que un desadaptado y descuidado muchacho sin dinero para comprar un libro supiese más que ellos. El cuarto y último era que no tenía con quién compartir aquella lista y sin duda, era el peor de todos, porque cualquiera sabía que Severus no tenía amigos. Y no era que Severus se imaginase corriendo y brincando al lado de una gran pandilla. Era que Severus tenía secretos y tarde o temprano necesitaría un compinche para charlar sobre el mayor de ellos y en aquél mundo ordinario, también era el mayor defecto. Y era que, al igual que su madre, y que los padres de su madre y los padres de estos, Severus Snape era un mago. ¡Y qué ganas de tener ya su propia varita y utilizar la magia a su antojo!
Por ese motivo fue que aquella mañana, cuando vio a aquella niña mover la flor a voluntad, sus ojos verdes brillando con luz propia, decidió que tenía que acercarse a ella. Nunca antes vio a otra bruja de su edad en su ciudad. No tenía idea quien era, no sabía dónde vivía, ni a qué escuela asistía, ¡No sabía cómo se llamaba! Severus se enfrentaba a un desafío muy grande, pero no estaba dispuesto a dejar pasar la oportunidad. Urdió el plan más sencillo que pudo imaginar: comenzó a pasearse por el mercado a hurtadillas todos los días, armado con toda su paciencia y la esperanza de encontrarla de casualidad. También se le ocurrió que podía hacer un hechizo con la varita de su madre, un hechizo para encontrarla. Pero Severus aún no sabía cómo hacerlo.
Varias veces estuvo a punto de rendirse y marcharse del sitio, hasta que un día su paciencia dio resultado: Severus encontró a Petunia Evans paseando nuevamente con su madre. El chico saltó de su guarida y las siguió con cautela por todo el mercado, esperando que la niña que buscaba apareciera de pronto junto a ellas. Pero la madre terminó las compras y pronto se marcharon para tomar el autobús, sin que ella apareciera. Desalentado, Severus miró el autobús desgastado y rojo partir y con él, parte de su esperanza de encontrarla. Estuvo varios días sin hacer excursión y llegó a la conclusión de que nunca iba a encontrarla y desistió de su empresa. Al menos por un par de semanas. Durante ese tiempo, imaginó que sorpresivamente se encontraban. Era un sueño habitual que cada vez se tornaba más y más idílico y llegó a molestarlo. Incluso la dibujó en algunos de sus cuadernos. Una mañana, masticando su desabrido desayuno, se le ocurrió que el autobús rojo pasaba cerca de la Hilandera. Por lo tanto, era probable que ella viviera mucho más cerca de la Hilandera que del mercado. Si caminaba desde su parada, reflexionó, podía buscar poco a poco.