7: escápate conmigo a donde nadie nos vea

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Catalina Margarita

Las suaves caricias sobre mi cabello y un brazo protector rodeando mis hombros, hicieron que me quedará dormida en el pecho de Palermo.

Las últimas veinticuatro horas me tenían exhausta. Huir de la justicia y todo aquel que nos buscará para recibir la recompensa a cambio, no era tan fácil. No cuando debes viajar en auto durante doce horas corridas junto a un antipático de mierda y un muchacho que por el mínimo alboroto sufría un infarto del miedo. Más difícil aún si todos teníamos formas distintas de ver y pensar sobre la situación. Y más imposible de soportar si uno de ellos se creía el líder absoluto del grupo y quería darle órdenes a los demás.

Queria golpearlo fuerte. Romperle por tercera vez la nariz y no verlo más nunca en mi vida. Queria gritarle cuanto lo odiaba. Pero tampoco quería me soltará, ni que se alejará, ni que dejara de decirme Catica cada vez que mis sollozos aumentaban. Daba cierta satisfacción presenciar una faceta más suave y compresiva en él, no como la odiosa e impaciente que demostró en los casi dos días de viaje.

Entre dormida y despierta me queje por un cólico, apoyando mi frente contra su cuello lloriquee un poco.

Maldita menstruación producto del diablo.

—Catalina—llamó, sus brazos intentaron apartarme de su cuerpo.

—¿Qué quieres?

—Debo bajar del auto.

Me parte suyo, al abrir los ojos me fije en que ya había caído la noche y que nos detuvimos frente a la farmacia de algún pueblito agricultor. Franco estaba a unos cuantos metros fuera del auto con Chungui que meaba la bonita planta de una maceta.

–¿Qué hora es?

—Casi media noche.

Asentí despacio, pegándome al rincón de la puerta.

—¿Que vas a comprar?

—Nada de otro mundo—dijo sin mucho interés—. Pasaremos la noche en un hotel cerca de aquí, no me tardo.

—Bien—solté un bostece. Entre la oscuridad del auto me pareció verlo sonreír un poco.

Bajo, cerrando la puerta con cuidado, y lo vi dirigirse al interior de la tienda con su acostumbrado caminar seguro y apresurado.

Sino fuera un imbécil y no vistiera como un anciano diria que ese porte de superioridad e inteligencia lo hacia ver atractivo.

Aunque si era atractivo, físicamente, claro.

A los minutos regreso con un par de bolsas de papel, entró al auto seguido de Franco y mi perro que vino a acostarse sobre mis piernas.

El muchacho retomó su turno en el volante con Palermo de copiloto que le pidió que encendiera el auto y nos llevara el centro del pueblo.

Un rato después dejamos el auto en el pequeño estacionamiento de un viejo hotel que tuvo años mejores en el pasado. Salimos a sacar las pocas pertenencias que teníamos del maletero, junto a los dos maletines y luego de tener todo fuimos al interior del lugar.

Nos registranos con nombres falsos y subimos las escaleras hacia nuestra habitación. Al abrir la puerta nos recibió un pequeño cuarto con dos camas individuales, un sofá curtido, una televisión que dudaba que funcionará, un diminuto refrigerador, y un baño con la losa manchada por el tiempo.

Fui la primera en pedir usar el baño para darme una ducha. Los dos hombres aceptaron sin reproches.

Medi una larga ducha con agua fría y luego de vestirme con una camisa y un short de Palermo, salí.

La banda del perro Donde viven las historias. Descúbrelo ahora