8: mayonesa

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Palermo Palmisano

Las manos de Catalina suavizaban el cuero del volante con impaciencia y sus ojos grandes por la aparatosa huida me observaban de soslayo mientras conducia por la desolada carretera abandonada por la mano de Dios, esperando a que saltará de mi asiento y dejara salir las maldiciones que tenia atoradas en la garganta como un grillete.

Me contuve, con la voluntad que aún me sobraba de esos dos infernales días me tragué la oleada de rabia que me hacía hervir la cabeza.

Inhalando aire con profundidad deje el revolver sobre el salpicadero y cerrando los ojos lo deje salir. Pase las manos sobre mis piernas, enfocándome en la sensación rasposa de mis pantalones de gabardina contra mis palmas. Repetí la acción por un par de minutos, y volví a sentirme como el chico delgaducho de doce años que sufría de ansiedad.

Estaba siendo empujado hacia el límite. Y no sabia con certeza si podia soportarlo.
No saber futuro de las cosas, ir a la deriva, e improvisar a la marcha con posibilidades de fracasar, me sacaba de quicio.

Odioba no poder controlarlo todo. Y más odiaba esa estúpida creencia mía de que podía con todo solo.

No podía solo, no esa vez, y ya lo iba entendiendo, sin embargo era tan jodidamente difícil de aceptar cuando tus compañeros de bandas son unos dementes que cada tres pasos nos daban una nueva razón para huir de la policía, y si Dios nos seguía viéndonos como sus payasos, puede que pronto tuviéramos al país entero cazandonos.

Ya más calmado abrí los ojos, kilómetros de siembras de maíz se extendía delante de nosotros y el sol del medio día brillaba con potencia, haciendo relucir el azul del agujereado capot.

El silencio era dueño y señor de la atmósfera del vehículo. Por el espejo retrovisor miré a Franco, sentado recto entre un tumulto de vuelos y tul de la enorme falda que a falta de cristalería en su decoración estaba cubierta de pedazos de cristal del vidrio trasero, sus ojos achinados me dieron una mirada de recriminación al toparse con los míos y volteo el rostro hacia la ventanilla abierta.

¿Y porque se molestaba conmigo ese mocoso?

La novia, una muchacha que ni siquiera debía llegar a los veinte años se encontraba acurrucada en un rincón, su delicado vestido estaba rasgado y sucio, en algunas partes estaban marcadas las suelas de mis zapatos, y en su rostro medio dormido era evidente el miedo al que se enfrentaba.

Debía sentirse en peligro.

Chungui junto al espacio de mis pies mordisqueaba mis gafas de sol. Me preguntaba como no podía volverse loco con tanto caos a diario, supuse que ya estaría acostumbrado teniendo a semejante ama.

Me aclare la garganta. La novia dio un pequeño saltó, y Catalina alzó las cejas con diversión.

—Catalina...

—¿Si?—dijo bajito usando una vocesilla dulce, y me miro por un corto instante haciendo un puchero bobo. El reflejo de la luz solar tropezando con sus ojos los hicieron ver de un color chocolate.
Maldita sea.

Tragué al apreciarla, olvidando por un segundo lo que diría, de verdad lucía bonita, y negué hastiado ante el pensamiento, apartando sus artimañas tiernas de mi.

—Te dije que no te metieras en problemas.

—También dijiste que gritara si algo malo pasaba.

Sonrió. ¿Porque carajos sonreía? ¿Se estaba burlando de mi? ¿Se estaba burlando en medio de una conversación seria?

Señale su boca, arrugando mi frente por la indignación.

—Esto es serio, compórtate.

—No es para tanto—aparte mi dedo antes de que lo mordiera—. Ya sería la cuarta vez que huimos a los tiros, se está haciendo una costumbre.

La banda del perro Donde viven las historias. Descúbrelo ahora