Soy Basura

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Los días pasaban lentamente, envueltos en un silencio inquietante.

Campamentos habían sido instalados alrededor del campo de batalla devastado. Tiendas, fogatas, puestos de vigilancia… todo con un aire de espera tensa, como si el mundo mismo contuviera la respiración.

—¿Aún nada?

—No… nada.

—¿Estará bien?

—Ya van tres días…

Los soldados susurraban entre ellos, con miradas que iban constantemente hacia el mismo punto: el centro del campo. Donde una gran cúpula formada por elementos colosales —rocas, fuego, agua, viento y raíces— custodiaba un cuerpo que no se había movido desde el día en que los rayos dorados lo consumieron todo.

Cerca del borde, un elfo de cabello dorado permanecía inmóvil. No había dormido, ni comido, ni siquiera se había movido de su posición.
Sus ojos, fijos en el orbe elemental, estaban cargados de ansiedad.

Cada vez que alguien intentaba acercarse… los torbellinos rugían.

Como si protegieran algo sagrado. Como si fueran bestias avisando: “No se acerquen”.

Y entonces…

KRACK. KRACK.

El sonido fue claro. Crujidos secos, retumbando como truenos silenciosos.

Los soldados se levantaron de golpe, miradas fijas en el centro. El elfo dorado miró fijamente el orbe que se desquebrajaba.

El orbe comenzaba a romperse.

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Dentro del corazón del círculo elemental, en la oscuridad más profunda, unos párpados se estremecieron.

Cale apretó los dientes.

—Mmm…

Sus ojos se abrieron lentamente, encontrándose con una oscuridad absoluta. El dolor le palpitaba en cada parte del cuerpo. Su ceño se frunció al instante.

—…Mierda. No fue un sueño.

Había albergado la esperanza de que todo aquello —la batalla, los rayos, la sangre— fuera una pesadilla inducida por el estrés. Pero no.
Era real.
Y estaba vivo.

—¡Cale! ¿Te sientes bien?

La voz de Super Rock sonaba aliviada. Demasiado animada para lo que él sentía.

Cale no respondió de inmediato. Su cuerpo estaba entumecido, dolía al más mínimo movimiento. Pero había algo que lo molestaba aún más.

—…Tengo hambre.

Su voz salió ronca. Gruñó, sujetándose el estómago con una mano.

—¡Vamos a comer! —gritó alegremente la glotona.

Cale la ignoró. Se incorporó con esfuerzo, tambaleándose mientras a su alrededor las barreras empezaban a ceder.

Los torbellinos, antes impenetrables, comenzaban a desvanecerse. El fuego se apagaba lentamente. El agua caía en suaves gotas al suelo. Las rocas temblaban antes de derrumbarse con estrépito.
Las raíces se replegaron con un susurro, como si reconocieran que ya no eran necesarias.

Y, entonces, Cale salió.

Vestido con ropa manchada de sangre seca y tierra, pasos firmes, expresión estoica, el cuerpo aún tembloroso pero con los ojos fijos al frente.

Cientos de ojos lo miraron.
Soldados, caballeros, héroes.

Contuvieron la respiración.

Él, simplemente, chasqueó la lengua.

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