Capítulo 42: Rescate II

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Eran seis tiendas distribuidas en torno a una fogata. Cerca de una había cinco jaulas del tamaño de un hombre adulto distribuidas entre dos carros. Cada una ocupada por un individuo con el rostro oculto por un saco de tela. Y, a parte, una jaula enorme, tan grande como un carro, la cual mantenía apresada a una criatura con cuerpo de león, alas de murciélago y una cola de escorpión llena de pinchos. Lo más perturbador de la mantícora, era su rostro semi mewmano. Por suerte estaba durmiendo, hecha un ovillo en el suelo.

Todos parecían estar durmiendo, excepto uno de los Johansen que hacía guardia: un hombre alto y corpulento con una cicatriz que le iba desde el pómulo hasta la mitad de la cabeza. Vestía ropajes hechos con pieles tradicionales dentro de su clan. Se le veía intentando mantener la compostura, pero estaba a dos cabezadas de caer como un árbol.

El mewmano se palmeó el rostro varias veces y se agitó con brusquedad en un intento por no dormirse. Rezongó consigo mismo, se rascó la entrepierna y luego se metió en el bosque.

—Ahora, hay que aprovechar mientras se va a mear —dijo Eadric, moderando mucho el tono de su voz.

—Busca una manera de liberar a los prisioneros. Pero no los liberes hasta que yo regrese —replicó en voz baja.

El solari asintió y ambos se dividieron. Ludo se movió entre la maleza como un felino. Raudo, cuidadoso. Cada vez que rozaba alguna hoja o rama apretaba los dientes y deseaba para sus adentros que nadie más lo hubiese escuchado. Para su suerte, había una pequeña brisa que evocaba los sonidos del bosque. Gracias a ello, los ruidos que él hacía eran camuflados.

No tomó el riesgo de acercarse más de la cuenta. Se llevó las manos a las dagas de sus cinturones y lanzó la primera.

—Levitato.

La daga silbó en el aire y fue a parar directo al cuello del hombre. Este se llevó las manos al cuello y abrió la boca, soltando un gorgoteo sordo. Ludo repitió la acción dos veces más, acertando en el mismo sitio. En pocos segundos el hombre cayó de rodillas y luego se desplomó sobre la tierra. Ludo corrió rápido hacia él y examinó el cadáver. Le sacó de encima un hacha de mano corta y una daga de hierro.

Volvió al campamento para ver cómo le iba a Eadric. Este se hallaba junto a una de las tiendas, intentando mirar por debajo de la tela. Ludo frunció el ceño, confundido, y rodeó el campamento para no hacer sombras con la fogata, hasta llegar a él.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó Ludo, pegando su pico a la oreja del solari, hablando tan bajo que casi ni él mismo llegaba a escucharse.

—Necesitamos encontrar las llaves para abrir las jaulas —le dijo Eadric con la misma cautela que él.

Las llamas crepitaban mientras los dos se miraban entre ellos, quizá, esperando a que el otro fuera el primero en ofrecerse voluntario para meterse en una de las tiendas.

—No alarguemos esto. Tu abre la tienda de campaña y yo echaré un vistazo para comprobar si tienen las llaves.

—Hecho.

—Por cierto, ten —le acercó el hacha, y Eadric la tomó—. Mantenla cerca, por si acaso.

El solari asintió y se acercaron a la primera tienda, la más próxima a las jaulas. Eadric se agachó para no hacer tanta sombra y usó el hacha a modo de gancho para abrir la tienda. Ludo ya estaba delante, y cuando la tela se corrió, vio en el interior a tres hombres robustos acostados de forma caótica. Cada uno tenía un brazo o una pierna invadiendo la cama del que tenía al lado. Todos ellos dormían a pierna suelta, y sus ronquidos se sobreponían al ruido de las llamas. Una vez estuvo seguro de que no se despertarían, buscó con la mirada las llaves de las jaulas. Más pronto que tarde las vio, allí, colgadas sobre un gancho que sobresalía de la viga de madera del fondo. Ludo alzó su mano, apuntó a las llaves, y tragó saliva.

Jarco - Un amor malditoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora