Capítulo 9

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El fin de semana había pasado lento y tedioso; encerrada en mi habitación, con Pastelito ladrando y durmiendo a los pies de mi cama. Sin noticias de Axel. Al igual que el lunes y el martes, que también fueron tediosos sin la extravagante compañía de Mariam, solo había pasado un día y medio con ella pero la consideraba cercana.

Había tenido sueños extraños esos días; una luz iluminaba mi cara y me impedía abrir mucho los ojos. Cuando lograba hacerlo, veía y escuchaba voces de varias personas, incluso había reconocido a mi madre y a mi abuela entre ellas, también había visto a Abril y, en muchas ocasiones, veía a un hombre al que no conocía de nada. Algunas veces, estaba sentado a un lado, con la cara enterrada en las manos, otras veces se paraba junto a mí y sostenía mi mano.

Soñar eso consumía mi energía. Cada vez que tenía esa clase de sueños me despertaba con dolores en todo el cuerpo que se me iban aliviando con el transcurso del día, como si el sol fuese mi anestesia. Recordé a mi abuela deciendo que los sueños conectan con nuestra verdad más profunda y tejen hilos que van del pasado hacia el futuro, pero como eran frases que se inventaba, no me preocupé. Tenía la certeza de que eran los recuerdos borrosos de la noche que pasé en el hospital luego de quedar inconsciente en clase de gimacia. Se lo conté a mi prima y, como ella se preocupa por todo, llamó a mamá y la invitó a venir. Aceptó, por su puesto, y dijo que traería a la abuela con ella dentro de unos días.

Al abrir los ojos esta mañana noté que había tenido uno de esos sueños, me dolían la cabeza y las articulaciones. Ya había comenzado a temer que el golpe contra el suelo me hubiera soltado un par de cables de la cabeza.

Al levantarme de la cama me había dado cuenta de que había algo escrito con labial rojo en el espejo. Me acerqué para leerlo, con mi reflejo despeinado de fondo: «Sigo aquí, no te rindas». Suspiré. Él tenía razón; había prometido ayudarlo y eso era justo lo que iba a hacer, al menos para poder quitármelo de encima.

Es por eso que, cuando el timbre que indicaba la hora del almuerzo sonó, le pedí a Lola que comiera conmigo en la cafetería del instituto. Y ahí estábamos. Lola devoraba su almuerzo sin apenas fijarse en mí, esperando a que soltara lo que quería decirle. Removí la comida de mi plato con el tenedor plástico, no tenía ganas de comer, y entonces hablé.

— Lola... — digo, sin mirarla.

Ella profirió un ruidito, algo como un gruñido con la boca llena que anunciaba que podía continuar.

— Axel aún está conmigo — añado, casi en un susurro, mirándola comer.

— Lo sé — me responde antes de llevarse el tenedor a la boca —. Puedo verlo. ¿Recuerdas?

Aparto los ojos de ella por un segundo y miro a mi lado. No lo veo, pero casi puedo imaginarlo ahí sentado, esperando su momento para hablar y que solo yo lo escuche.

— Prometí que lo ayudaría a saber que pasó.

— Debes cumplirlo, entonces — me señala con el tenedor —, no querrás tener un espíritu sobre ti por mucho tiempo.

— ¿Por qué?

Lola suspira con hastío, tal vez porque sabe que debe explicármelo.

— Cuando pasan mucho tiempo entre la vida — mueve el tenedor a su derecha — y la muerte — y lo devuelve a su izquierda — pierden su humanidad poco a poco.

Frunzo el ceño sin entender a que se refiere. «Si ya están muertos y son espíritus, ¿qué humanidad van a perder?»

Lola debe notar la duda en mi rostro porque, luego de poner los ojos en blanco y volver a bufar, me explica:

El fantasma de AxelDonde viven las historias. Descúbrelo ahora