Capítulo 30. Siempre juntos

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Recuerda que hoy he subido también el capítulo 29 en ambas historias: no te lo saltes antes de seguir con este.

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Estás a mi lado mientras trato de escribir el final de nuestra historia, agarrándome por el brazo, porque necesitamos tocarnos constantemente, como si temiéramos que la vida volviera a separarnos.

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—¿Qué escribes, mamá?

—¡Ay, Esther, no seas bruta!

Estaba aún en la cama y Esther se tiró en plancha sobre mi estómago.

—¿Otra vez le escribes a papá? No sé por qué no se lo dices y ya está, si está en la cocina.

—Los mayores somos raros, hija.

—Yo también soy mayor. Ya tengo seis años.

—Sí, hija, muy mayor.

Me acerqué a Esther, le aparté de la cara su precioso cabello castaño claro y le di un beso en la mejilla mientras ella me miraba con sus grandes ojos, demasiado claros para decir que eran marrones y demasiado oscuros para asegurar que fuesen verdes.

—¿Te levantas? Es tarde —protestó, con una sonrisa, mientras me destapaba.

Miré el reloj: 08:42. Se ve que las nociones de tarde y temprano son diferentes según la edad.

—Vale, voy a vestirme y salimos al jardín para que papá pueda cocinar tranquilo.

—¡Genial! Voy a buscar la pelota.

Esther anotó siete goles.

—¡Esther! ¿Por qué has escrito en mi cuaderno? —reprendí al leer la frase escrita con su letra.

—Yo no he sido —gritó desde la cocina.

Me reí. Mentía igual de mal que tú.

—¡Joder, qué bueno está esto, papá! —oí que te decía.

—¡Esther! —reñiste—. Esa boca.

Solté una carcajada. Me levanté y fui a la cocina. Probé la salsa para la pasta que estabas preparando. Los sábados siempre preparabas pasta con salteado de verduras y champiñones con una salsa de tomate que nos gustaba mucho. Nos encantaba que llegara el sábado.

—¡Joder, qué rico! —exclamé mientras miraba a Esther con complicidad.

—¡Sara! —Esther se rio—. Yo, aquí, riñendo a Esther y tú... —Te miramos, enseñándote los dientes y poniendo cara de angelitas—. Nada, olvídalo —te resignaste.

—¿Qué escribes? —te pregunté. En la encimera tenías pimientos, berenjena, champiñones y todos los ingredientes, mientras que, en la pequeña isleta, tenías unos folios.

—Nada que te interese. —Tapaste las hojas con tus brazos y las recogiste.

—Anda, déjame ver —rogué mientras te las intentaba quitar.

—Sí, papá, si luego se lo vas a leer.

—Bueno, pero ahora estoy escribiendo.

—Atrápalo por ahí —le ordené a Esther. Te cerramos el paso poniéndonos cada una por un lado. Poppi, como siempre que oye risas y juego, entró desde el jardín y alzó las patas delanteras para ponerse encima de ti.

Hasta que te odiéDonde viven las historias. Descúbrelo ahora