El día que la muerte acarició mi mejilla

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No quería comenzar así, no era lo que estaba en mis planes. Siempre intentamos suavizar este tipo de historias para no causar tanta impresión en el otro, intentamos ser lo más "horario infantil" posible.

Pero, ¿Que puede suavizarse sobre el suicidio?

Dos cosas pasaban dentro de mí cuando la idea de acabar con mi vida se asomaba a la puerta. Dos cosas completamente antagónicas. Por un lado, sentir mucho, sentir tanto que el sentir se convertía en algo agobiante y necesitaba desesperadamente una forma de dejar de sentir. Sobre lo que sentía, es lo más obvio. Dolor, soledad, tristeza. Era la sensación de que el mundo entero se te estaba viniendo encima y nadie, ni tu misma, iba a poder salvarte. Y en medio del desespero, entendí que lo que me hacía sentir era estar viva, y que si quería acabar con esos sentimientos de una vez por todas, debía morir.

La otra, era no sentir. Ya lo dije, antagónico. Era una especie de vacío emocional, sentirte tan alejado y distanciado del resto, de las cosas que antes te gustaban o te apasionaban, de las personas que querías. Dejar de sentir era incluso peor que sentir, porque te aferrabas con uñas y dientes a algo, a lo que sea, que te hiciera sentir al menos una cosa, pero para lograr eso el desgaste físico y psicológico era inimpensable. Estar constantemente buscando sentir era tan abrumador como el sentir de manera intensa. Ambas te agotaban física y la psicológicamente.

Buscar algo que sentir te empuja a estar en lugares en los que no quieres, a mendigar cariño donde no es. A desvalorizarte hasta el punto tal que aceptas lo que sea, solo por no sentir el vacío. Al menos así me pasaba a mí.

La primera de estas dos cosas fue la que me hizo llevar a cabo mis dos intentos de suicidios. El primero, bastante ingenuo. No por ello fue menor. Muchos dirían que fue una forma de llamar la atención, y puede que si, pero solo porque los llamados de atención también son pedidos de ayuda. Para ese entonces, no había sido diagnosticada y solo tomaba antidepresivos y pastillas para dormir. Tampoco era sincera con mi psiquiatra sobre mis crisis, jamás le había dicho el como me golpeaba a mí misma con tanta fuerza que luego las manos, los brazos y la cara me quedaban doliendo por días. Para ella y para la Yo de la sesión, tenía ansiedad generalizada.

Mi segundo intento fue hace pocos días. Si, evidentemente no funcionó y muchos dirán, "oh, leo algo de alguien que intento suicidarse hace poco", o no. Y déjenme decirles, este si fue grave. Me tomé una gran cantidad de pastillas, todas al mismo tiempo. Las pasé con un poco de agua que por alguna razón tenía junto a mi cama. Estaba decidida y no tenía miedo. Estaba muy segura de lo que estaba haciendo.

Lo último que recuerdo fue haberle escrito a una amiga para decirle que no llegaría a los 35 años como le había dicho antes. Que todo acabaría esa noche. Y la paz, recuerdo la paz de saber que iba a dejar de sentir. Esa cosa que antes me había hecho pensar en suicidarme, ahora me daba paz.

Pero algo salió mal, o bien. Desperté medio inconsciente al día siguiente en cuidados intensivos. Un tubo me atravesaba la nariz, bajaba por mi garganta y llegaba hasta mi estómago, de nuevo. En el mismo hospital público, pero está vez en una cama diferente.

No podía ver mucho, el tubo me quemaba y yo quería vomitar. Me hacían un lavaje de estómago. Y yo no solo me sentía vacía, sino avergonzada por no haberlo logrado y por hacer pasar a todos de nuevo por tal situación. Porque sí, también pensaba en los demás y por eso lo había estado conteniendo por tanto tiempo.

Pero esta no es la imagen o el recuerdo que a mí me sigue doliendo, o golpeando. No es el que me tira un balde de agua fría llamada "realidad" a la cara. Fue haber despertado junto a una chica de veintisiete años. Solo veintisiete años (Yo tengo veintiocho). Ella había convulsionado y los médicos intentaban reanimarla. Y escribo esto con lagrimas en los ojos y un nudo en la garganta. Podía escuchar las voces de quienes intentaban salvar su vida, frías, pero no por eso menos preocupadas. Lo intentaron, lo intentaron hasta el final. Recuerdo a alguien preguntar si ya llevaba más de cinco minutos en esa condición y no recuerdo que alguien respondiera, pero algo me dijo que la respuesta era que si y tuve la certeza de que ella no iba a salvarse.

Y no lo hizo.

Lo sé porque en mis pocos minutos consciente escuchaba a su madre gritar con desespero que no se fuera, que por favor regresara. Y siento el mismo vacío que sentí en ese instante, porque yo quise irme, pero de seguro ella no. Porque la muerte estuvo en una misma habitación con ambas y a mí apenas alcanzó a acariciarme una mejilla, mientras que a aquella chica la tomó de la mano y la hizo partir a su lado.

No tengo certeza de porque hizo tal elección, porque quiso llevarse a esa chica de tan solo veintisiete años y dejarme a mí. A mí, que había atentado contra mi propia vida, a mí, que en lugar de luchar por seguir respirando, me esforcé para dejar de hacerlo. A mí, que seguía sintiendo, que seguía sintiendo tanto que necesitaba desesperadamente parar de sentir, una vez más, pero está vez en una cama fría de hospital, junto a cables y maquinas, y una custodia policial que no podía quitarme los ojos de encima. Pero lo que más dolía, era la silla vacía junto a la cama, que solo por momentos estuvo ocupada. Esa silla vacía que me hacía recordar lo sola que me sentía y que me iba a seguir sintiendo, y que la lucha sería mucho más larga, ardua y complicada a partir de ese punto. Una silla vacía que me enseñó que salir adelante debía ser por mí y por nadie más.

Hasta mi último díaWhere stories live. Discover now