Un monstruo, eso es lo que hay dentro de mí. Lo sé, porque ayer pude verlo por primera vez. Siempre pensé que no era más que producto de mi mente, de mi trastorno, pero no. Ayer pude ver todas sus formas y todos sus colores, de esos que son molestos para el alma. Ayer pude comprobar que gana tamaño metiendo ideas en mi cabeza, solo le basta mirarme a los ojos. Esos ojos negros y vacíos, como la soledad. Esos ojos que cuando me observan logran mostrarme en apenas un segundo decenas de maneras en las que puedo hacerme daño. Ahora sé que es real porque por primera vez pude personificarlo en la oscuridad de un baño. Intenté encerrarlo, pero cuatro paredes no bastaron, se quedaron cortas frente a lo que es y no pudieron contenerlo. Yo no pude contenerlo.
¿Cómo es qué lo largo de una vida se puede acortar en un simple llanto? ¿En cuestión de segundos? Tan solo basta escuchar su risa, mofándose de mis dolores. No entiendo cómo es que mi dolor le causa tanta gracia. Y es que ni siquiera puedo escribirle o hablarle, por muy absurdo que parezca, solo puedo soltar estas palabras en mis pensamientos, en esos mismos pensamientos en los que soy su prisionera. Quizás porque siento que si escribo sobre él o hablo sobre él, le daré aún más poder sobre mí y no quiero eso. Con su existencia soy cada vez más débil, me hago cada vez más débil y pienso en pastillas y hojillas y en todo el temor que tengo de volver a hacerme daño.
Este monstruo es tan sigiloso, tan inteligente. Se acerca en el momento justo, sabe cuando venir por mí, ya me lo ha demostrado. Conoce mis momentos más vulnerables y se hace de ellos. Quiere a toda costa que lastimarme, hacerme daño, y yo quiero a toda costa dejar de sentir todo ese dolor que siento cuando él está en la misma habitación que yo, aun a sabiendas de que puede costarme la vida.
El precio de mi paz siempre ha sido la muerte, lo sé, no puedo seguir negándome a esa realidad. Catorce pastillas al día ya no son suficientes para contenerlo y es agotador explicarle cada tres semanas a mi psiquiatra que me sigo sintiendo agobiada, atrapada con este ser que no me deja en paz. Y revisar mi teléfono para ver aquella foto mía en cuidados intensivos por haber intentado acallarlo solo me ayuda a pensar en que la próxima vez tengo que hacerlo mejor.
Camino hasta mi cómoda y tomo el pastillero. Dos pastillas de color rosa, una de color blanco, una de color verde pastel, esa es la medicina que se supone me ayuda a mantenerlo alejado durante las tardes. Las coloco en mis manos y las observo, odio tomar medicamentos para poder apenas funcionar, pero debo hacerlo, a diario me obligo a hacerlo porque sé que las cosas se ponen peor con el monstruo que tengo dentro cuando no lo hago. Hay que llevar la fiesta en paz.
Tiro todas las pastillas al interior de mi boca y tomo un par de sorbos de agua. Otra tanda. Estoy cansada de esta rutina fastidiosa y molesta, de no poder ser normal como el resto de las personas. De todas maneras, intento decirme a diario que cada uno lleva dentro su propio monstruo, cada quien carga sus propias penas, la diferencia es que unas suelen ser más grandes y aterradoras que otras.
Tomo mi morral y las llaves de mi moto, se hacía la hora de marcharme a la facultad. La casa no está sola, pero si se siente de esa manera. Capaz porque yo me siento de esa manera. En este tipo de soledad no importa cuantas personas tengas a tu alrededor, no importa a cuantos digas importarles, el vacío en tu interior te recuerda que nadie más tomará tu mano cuando así lo necesites.Es el monstruo de nuevo, recordandome a diario que a nadie le gusta lidiar con el lado monstruoso de los demás.
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Hasta mi último día
RandomEsta vez no me inventaré una historia, está vez escribiré mi historia. Los temas sobre salud mental no deben ser tabú