"Nadie merece tanto dolor", era mi frase. Fue la frase que escribí en mi primer intento de suicidio. Pastillas, muchas pastillas, pero no fui tan ingeniosa como sí lo fueron algunas de mis amigas para combinarlas con alcohol.
Lo que recuerdo de ese momento son pequeños flashbacks. Especies de fotografías en las que estaban la policia, la ambulancia, un tubo molesto que me atravesaba la nariz y bajaba por mi garganta. Un tubo que quemaba mil infiernos. Recuerdo el sonar de las maquinas. No mías, sino de las personas a mi alrededor porque había terminado en cuidados intensivos. Recuerdo haber vomitado sobre mi ropa intentando arrancarme ese mismo tubo. Recuerdo que me sostuvieron. Y el frío, el duro frío del invierno en una sala de emergencia abarrotada de pacientes con covid y victimas de accidentes.
Y luego estaba yo. Yo y otro chico de apariencia menor que había decidido arrojarse frente a un taxi porque su novia lo había dejado. Yo ni siquiera recuerdo por qué fue mi crisis, esa que me llevó a tomar tal decisión. Solo sé que a él le salvó la vida un policia y a mí me salvó la vida una casualidad.
Pero esa vez era distinto, o al menos así lo percibía. Esa vez no quería escribir una solo una frase, quería ir más allá y escribir algo que lograra explicarle al mundo porque tal decisión, y no me refería a una carta. Yo contaría mi historia y así, todo aquel que pudiera leerla, lograría sentir algo de lo que yo estaba sintiendo.
Terminar con la vida propia no es una decisión que uno tome a la ligera, ni tampoco pensaba que fuese de la más cobarde. Para tan siquiera considerar esa opción mi vida tuvo que atravesar una serie de eventos sucesivos que la arrastraron hasta un rincón en el que la única manera de acabar con el dolor, era con la muerte. Si estabas muerto, no podías sentir y yo necesitaba con desespero dejar de sentir.
Ni los libros, ni los cuentos, ni las personas suelen hablar de la depresión, pero es que la depresión no es fácil de explicar hasta que estás ahí y yo estuve ahí. Sin embargo, lo único que puedo decir sobre la depresión es lo que NO es. No es un estado de ánimo, lo que significa que no se soluciona con un "no estés triste". No es algo que se mida en cosas materiales, así que no se trata de lo que tuviese o lo que me faltase. La depresión no es algo que dependiera de lo linda, inteligente o talentosa que fuese. Tampoco se trataba de cuantos libros había escrito o cuantas metas había alcanzado.
Jamás me había puesto en la tarea de definir la depresión, es decir, si, tenía estados depresivos, lo sentía, pero no sabía lo que era más allá de lo que decía un manual diagnostico o algunas páginas de Internet.
Si yo tuviese que definir la depresión, o al menos mis estados depresivos, hubiese dicho el color gris. Si, gris, como algo que no es blanco ni negro, sino gris. Y ahora todos los lectores de esta historia estarán más confundidos que al principio.
Yo decidí colocarle el color gris porque se ubicaba en el desconocimiento de lo que me pasaba, y no porque no supiese lo que era la depresión, sino porque no sabía lo que sucedía conmigo en mis estados depresivos. No era ni blanco ni negro. No era ni si, ni no. Era algo a lo que simplemente no le importaba ser algo. O no se si era que no me importaba ser algo, pero si me había dejado de importar sentir algo, porque mi estado depresivo no era sentirme triste, sino más bien vacía. Como si nada en todo el universo pudiese ser lo suficientemente bueno como para llenarme. Nada, ¿alguien podría imaginarse eso? Imaginar que lo que tanto te apasionaba y tanto disfrutabas ya no era suficiente. Que ya nada en tu vida era motivo para levantarte de la cama, así que lo único que lograba hacerlo era el sonido molesto de un despertador que ya no querías volver a escuchar otro día más y que tengas que obligarte, literalmente, a poner tu trasero fuera del colchón. Que algo tan simple como sacarte la ropa y entrar a la ducha, luego salir de ella, vestirte, mirar a la heladera en vano porque sabes que no comerás, sino que solo tomarás un café para enfrentar el día. Ese día que vienes largando desde hace tanto y al que ya necesitas ponerle fin.
Si hubiese tenido que definir la depresión, hubiese dicho que es querer salir de ti mismo y no poder hacerlo, porque te faltan ganas. Podría sonar contradictorio, pero es lo que es y no mucho más.
Yo estaba ahí, pero no tenía depresión, creía que si solo hubiese sido depresión podría tenerla un poco más simple. Mi condena se llamaba TLP, abreviatura de Trastorno Límite de la Personalidad, y si me costaba tanto trabajo definir la depresión, hacerlo con el TLP era todo un desafío.
La mejor manera que se me venía a la mente era como una psiquiatra en alguna sala de emergencia explicó una vez. Según ella, los seres humanos tenían burbujas de pensamientos y emociones, de conductas y de rasgos que los definían y los hacían ser quienes son. Algunos sobrepensaban las cosas, otros solían ser mas alegres, otros se enojaban con facilidad, y una que otra característica se iba sumando. En el TLP era como si todas esas burbujas estallarán al mismo tiempo y generaran una especie de caos en la persona.
Yo lo describiría como una hipersensibilidad emocional ante cualquier situación, positiva o negativa, a la que pudiese enfrentarme, y esto se reducía básicamente a reaccionar de manera exagerada frente a circunstancias que al ojo común eran insignificantes.
Podía enojarme demasiado por algo absurdo y responder de forma impulsiva. Podía entristecerme demasiado por algo absurdo y también responder de forma impulsiva. Lo relevante era que no importaba que tan absurdo fuese el detonante, una vez que respondía no había forma de frenar.
Otra característica típica, muy típica del TLP era el sobrepensar las cosas. Una diferencia en el tono de voz, una mala mirada, un mal gesto o un cambio repentino de planes era suficiente para que mi mente acelerara como un auto de último modelo y los pensamientos comenzaran a andar más rápido que yo. Me costaba trabajo alcanzarlos y cuando creía que lo había logrado, ya el daño estaba hecho y yo estaba exhausta.
Tener TLP no era sencillo, pero menos lo era lidiar con la ignorancia de las personas que te rodeaban y daban por sentado que sus palabras eran la solución a mis problemas. Fue esto último fue lo que me llevo a escribir no una carta, sino una historia. La historia de como decidí terminar con mi vida en treinta días, pero también la historia de como me di la oportunidad de conseguir una razón en treinta días para desistir de mi plan.
Tenía treinta días y no más. Tenía treinta días y ansiaba poder volver a sentir algo que no fuese solo vacío, que no fuese solo dolor.
Tenía treinta días e iba a reunir la poca fuerza que me quedaba para hacer que valiera la pena el intento.
ŞİMDİ OKUDUĞUN
Hasta mi último día
RastgeleEsta vez no me inventaré una historia, está vez escribiré mi historia. Los temas sobre salud mental no deben ser tabú