Día cero

17 2 0
                                    

Engañada, burlada y decepcionada, esos eran los tres sentimientos que me atravesaban el pecho como una ráfaga inesperada de balas frías. Hay una popular frase que dice que el que busca encuentra, y mi búsqueda no consiguió precisamente un tesoro. Había sido traicionada por dos de las personas más centrales de mi vida, la que solía ser mi pareja y la que solía ser mi mejor amiga. Si, es tan cliché que ni siquiera voy a entrar en detalles.

Lo que si puedo decir es que mi corazón no se rompió porque ya venía resquebrajandose en tantas oportunidades que ni siquiera sentí el último crack, pero algo dentro de mí si murió ese día. Ese cuatro de enero en el que me di cuenta de que toda mi realidad no tenía nada de real, de que la vida que llevaba en los últimos meses, e incluso años, hace tiempo se había terminado, pero de que fui yo la que había intentado sostenerla tan desesperadamente que no me percaté del daño que me hacía a mí y al resto. "Hace mucho que no veníamos bien", fueron sus palabras, palabras que me llenaron de rabia, pero eran tan ciertas como lo que había sucedido. Y en ese instante abrí los ojos, esa verdad dibujada. Hace cuanto que venía caminando sola y no lo había aceptado. Pero ese día me vi obligada a hacerlo, así, a los coñazos como dicen en mi país.

Ese día no fue la traición de un amor o de una amiga lo que hizo que mi mundo se cayera abajo, fue darme cuenta de que ya no había un mundo, de que hace mucho no existía porque yo había dejado de construirmelo para construirme en algo que no era, para los demás. Ese día lo que me hizo caer fue la dura verdad de que no importan todas las cosas que yo intentase cambiar de mí, para nadie eso sería suficiente, o al menos eso sentía yo. Y me vi sola, en un departamento tan frío como lo estaba yo por dentro, tratando de recoger algo que no tenía certeza de lo que era.

Ese día abrí los ojos y me percaté de mi realidad, la que había intentado esconder tan desesperadamente. Era eso que les mencionaba de aferrarse con uñas y dientes a lo que fuese para no sentir el vacío. Pero era tarde, ese día yo estaba vacía y me enfrente al peor de mis enemigos, la soledad.

La soledad ya me acompañaba desde hace un tiempo, era una sombra que me pisaba los talones y me susurraba al oído. Para ella, yo nunca iba a ser merecedora de amigos, jamás iba a ser querida, cuidada o amada, porque no lo merecía, porque no era suficiente, porque yo no era lo que los demás esperaran que fuese. La soledad siempre había sido cruel, pero pude ignorarla casi la mayor parte del tiempo. Al menos hasta ese día.

Esta vez estaba totalmente descubierta, desprotegida. Eramos ella y yo. La soledad y yo. Y ella era una bestia, un monstruo que se hacía cada vez más grande conforme crecían mis temores. Ella sentía mi miedo y se hacía de él. Y yo, yo me hacía cada vez más pequeña conforme ella ganaba tamaño. Yo pasé de ser lo que sea que fuese, a ser algo minúsculo y totalmente indefenso.

Esa no fue la primera vez que sentí vacío, como dije, lo había sentido antes pero lograba dibujarlo entre risas falsas y amores no correspondidos. Pero si fue la primera vez que el sentir y el no sentir se miraron de frente a la cara y se daban de la mano, porque me sentía vacía, tan vacía que no lograba soltar una lágrima, pero a la vez había un dolor desgarrador que se desprendía de mi pecho. Tan desgarrador que no podía manejarlo y ese no me hacía llorar, sino que me hacía romperme los nudillos contra la pared. Esa pared que aún tiene las marcas de tanto dolor reprimido. Porque algo pasa cuando golpeo a la pared o me golpeo a mí misma, y es que hago de ese dolor que en principio es tan psicológico, de algo tangible, algo real, porque si duele, tiene que doler en serio. Como si el dolor emocional no fuese suficiente por sí solo.

Pero, ¿Qué me dolía? Porque no era lo que había descubierto, de eso estaba segura. Lo que me dolía, sin dudas, era haberme quedado sin esa cortina de humo y haberme visto de frente con mi monstruo. De frente con esa soledad de la que tanto intenté huir, de la que tanto quise esconderme.

Ese día me conocí a mí en bruto, desnuda, sin adornos ni dibujos. Ese día estaba enfrentada contra mí misma y ese era el peor de mis temores, porque no me gustaba ninguna versión de mí que pudiese conocer, porque toda la vida me habían dicho que ser como soy estaba mal, porque siempre me hicieron a un lado o me dejaron atrás por ello, y ahora, ahora me tenía de frente. Tenía de frente a los fantasmas de los que tantas veces quise esconderme. A esas sombras que finalmente me alcanzaron.

Ese día éramos yo y mi soledad en un departamento solo y frío. Éramos yo y todas esas ganas de sentir algo más que vacío, pero también éramos yo y todas esas ganas de dejar de sentir.

Ese día, fue mi día cero.

Hasta mi último díaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora