Libre al fin

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Son las dos de la madrugada y un adulto que pisa los treinta se halla mirando vídeos en su celular, recostado en una cama de una plaza sin contemplar siquiera la cama vacía de al lado. El aire que recuperó al marcharse su ex pareja luego de una tormentosa despedida lo perdió sin saber cómo. Dentro de él pesa la idea de haber creído, al menos por un instante, que tenía la oportunidad de recuperar el afecto de la chica de su adolescencia.

Su tía duerme en la habitación contigua sin atreverse a preguntarle por qué sus ojos ya no ríen. Lo recuerda como un muchachito risueño, bromista, alegre incluso cuando las cosas se ponían difíciles, pero ahora lo ve ojeroso y pálido. ¿Quién diría que el mal de amores sería tan poderoso como para convertir a ese muchachito en un joven apagado que apenas sonríe para saludarla o darle muestras de aprecio? Ella, igualmente, no piensa en eso todo el día. Simplemente, le dedica una oración antes de acostarse y descansar plácidamente. La preocupación jamás la cambió. El dolor ha sido siempre una parte de la vida que uno debe aceptar como se acepta la lluvia y el sol, el verano y el invierno, las flores y las hojas marrones. Si bien duele ver a su Gonzalo triste, sabe que pronto volverá a sonreír y que ese dolor no lo consumirá. Su sobrino será vulnerable, pero no débil. Un mal querer no lo convertirá en un desgraciado de por vida... aunque ojalá pudiera darle palabras de consuelo. ¿Por qué llora? Se pregunta. ¿Es por la chica a la que no pudo salvar y que, además, se fue tras un escándalo espantoso? ¿Tanto la quería?

Lo recuerda con claridad. La escena se dibuja en su mente con frecuencia. La muchacha llega a casa pálida y llorosa, y le dice que se arrojó a las vías del tren, pero con tanta mala suerte que sobrevivió. La mujer, furiosa por semejante acto de ingratitud hacia ella y su sobrino, le ordena darle el número de teléfono de su familia para que la venga a buscar. ¿Para qué? Al día siguiente, llega un automóvil con la familia de ella. Llega tocando la bocina violentamente, golpea la puerta con la misma violencia y de pronto todo son gritos y lágrimas. El padre de la muchacha pregunta, enfurecido, por el joven haciendo que este salga hecho también una furia, pero también agotado. Gonzalo no es de llorar, pero parece a punto de hacerlo cuando aquel hombre cincuentón le grita que es un traidor, poco caballero, abandónico e inconsciente capaz de descuidar a su novia hasta el punto de ignorar lo que a ella le pasó. Más gritos. La madre y la hermana se unen a la gritadera. La tía tampoco se salva de la lluvia de insultos, pero a ella no le tiembla la mano ni la voz. Si bien no se esperaba semejante afrenta, ya estaba lista para cantarles a todos las cuarenta. ¿Cómo dejaron que una muchacha se fuera de casa en esas condiciones? ¿Cómo ellos mismos no notaron que tenía intenciones de quitarse la vida?

Finalmente, la hermana junta todas las cosas de Pam, que no para de llorar en silencio, aunque sin un atisbo de vergüenza por el escándalo causado. Incluso, con el tupé de intentar darle al joven una bofetada que él logra detener. Al principio, ese tipo de actos lo tomaban por sorpresa, pero ya no. Se la vio venir y la detuvo.

- Andate a tu casa, por favor. – dice él con una frialdad que esconde una profunda tristeza o lo que sea que experimente una persona que ha sido humillada de esa manera.

Sin decir nada más, todos se van dejando al joven totalmente agotado. Su tía espera verlo romper en llanto, pero él sonríe con tristeza y le dice a ella como queriendo consolarla:

- Somos libres, tía. Al fin.

Y se va sonriendo a su cuarto. Al cabo de una hora, él mismo prepara la cena y llena a la mujer de atenciones, abrazos y risas. Pero es cuestión de días hasta que vuelve a estar triste, aunque peor que antes.

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