Parte 1

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Capítulo 1

Castillo de Swan, 1578

-No tocará mis perlas. -La condesa de Swan era una mujer hermosa, pero tenía los labios retorcidos en una horrible expresión mientras fulminaba con la mirada a la amante de su marido.

-Por supuesto que las tocará, esposa. -El conde entró en la habitación sin hacer ruido; ni siquiera sus espuelas emitieron sonido alguno. Mantuvo la voz serena aunque había un inconfundible timbre autoritario en ella. Todos los sirvientes presentes en la estancia bajaron la cabeza en un gesto de deferencia al señor de la casa antes de continuar con sus tareas. Sin embargo, escucharon atentos todo lo que se decía, ya que seguían con interés la evolución del creciente descontento de la condesa. Éste había ido en aumento desde el día en el que se había sabido que la amante del conde estaba embarazada, y hacía tiempo que esperaban un desenlace para semejante situación.

-Llevará las perlas y las nuevas ropas que te encargué que se hicieran para cuando el niño llegara al mundo.

Lady Sue se mordió el labio inferior para reprimir la mordaz respuesta que le vino a la mente. No se atrevió a expresarla en voz alta porque sabía lo volubles que eran los hombres cuando la pasión se cruzaba en su camino. En lugar de eso, sus labios formaron una mueca al tiempo que hacía una reverencia a su esposo. Al levantar el rostro, sus labios estaban relajados de nuevo, un testimonio de los años de aprendizaje en manos de su institutriz. Las mujeres tenían que saber controlarse mucho más que los hombres, pues en aquel mundo que les había tocado vivir, sus destinos estaban en manos de sus maridos.

-Milord, ¿acaso no voy a disfrutar de ninguna comodidad? ¿Tendré que verme rebajada a ver mis mejores galas en tu amante? ¿Deseas verme deshonrada en mi propia casa?

El conde se colocó delante de su esposa y alzó un dedo acusatorio ante su nariz mientras recorría su rostro con una oscura mirada. -No eres más que una ramera, Sue. Una ramera malcriada y consentida que ni siquiera se molesta en cumplir con su único deber.-Su mano se cerró en un puño que agitó ante los alarmados ojos de la condesa . -¡Escúchame bien! ¡No habrá más hipocresías en esta casa! Afirma ante una sola persona o ante todos que no disfrutas de los privilegios de tu rango y haré que desaparezcan de tus aposentos los tapices y las alfombras. Tus finos vestidos y tus joyas se guardarán fuera de tu alcance y se cerrará con llave el armario de las especias para que puedas vivir, realmente, sin comodidades.

La condesa soltó un grito ahogado, pero se cubrió la boca por temor a que se le escapara una furiosa réplica y sellar así su destino.

El conde asintió con la cabeza reafirmando sus propias palabras antes de agarrarla del brazo para hacer que se girara hacia su amante, Reneé Dyewr, que estaba incorporada en la cama abrazando a la recién nacida. El bebé daba patadas y apretaba un puño regordete contra el inflamado pecho de su madre mientras mamaba.

Nadie se había tomado la molestia de envolver a la niña, ya que las telas costaban dinero y Reneé no tenía ni voz ni voto respecto a lo que se le entregaba. Los sirvientes, por su parte, estaban a las órdenes de Sue y ella no había indicado a nadie que se tomara el tiempo de en volver al bebé para asegurarse de que las extremidades le crecieran rectas, por lo que a la niña únicamente la cubría un largo vestido, como si se tratara de la hija de un campesino.

El pelo de Reneé estaba cepillado y brillaba suavemente sobre su hombro, pues celebraba su primer día incorporada en la cama. Sue había albergado la secreta esperanza de que la amante de su esposo muriera de fiebres tras el parto, pero estaba allí sentada y presentando la viva imagen de la buena salud. Incluso le había subido la leche para garantizar que su hija bastarda creciera fuerte.

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