Parte 11

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Capítulo 11

-Oh, vaya, estáis preciosa. -Kachiri se entretuvo con el fuego aunque ya estaba bien alimentado-. Supongo que debería dejaros para que aguardéis a vuestro esposo.

Buenas noches.

Aguardar para hacerle su confesión...

Isabella tragó saliva con fuerza e intentó mantenerse firme en su determinación de hacer lo que se había prometido a sí misma que haría. Debía hacerlo. Tenía que encontrar el coraje para confiar en el amor que él le había ofrecido.

El tiempo se estaba acabando. Por otro lado, ya no tenía valor para seguir engañándolo. No podía seguir haciéndole aquello al hombre que amaba.

Pero las velas se consumieron y el fuego se redujo a un lecho de brasas cubiertas de gruesa ceniza sin que él llegara. Finalmente, la cálida colcha la tentó haciendo que se durmiera mucho antes de que la estancia quedara a oscuras.

Isabella se despertó al amanecer con un somnoliento bostezo en los labios. Estaba sola en la cama y la sábana junto a ella estaba totalmente lisa. Se levantó y descorrió la cortina de la ventana para dejar que entrara la luz del amanecer. Se dio la vuelta, miró a su alrededor y descubrió una caja cubierta de seda roja sobre la que yacía un pergamino lacrado con el sello de Edward. Temblando, lo cogió y el lacre se rompió con un chasquido tan penetrante como el disparo de una pistola en el frío aire de la mañana.

Mi amada esposa:

Con pesar, debo acudir a la corte por mandato real. Puedes estar bien segura de que sólo un rey podría alejarme de tu lado.

Escríbeme... Tus cartas me darán fuerzas.

Edward

Recorrió su nombre con un dedo. Era la primera vez que recibía una carta de amor.

Edward.

Había firmado con el nombre que ella usaba en su lecho. Fue un dulce gesto de intimidad que le llegó al corazón. Dejó la carta a un lado y desenvolvió la seda para descubrir un secreter de señora.

Era increíblemente suave al tacto y estaba tallado con destreza. Dos bisagras permitían que la parte superior se levantara. Colocado con cuidado en su interior había un tintero de cerámica con un tapón de caro y raro corcho, hojas de papel, dos plumas, cera escarlata y un pequeño sello dorado.

Isabella levantó el sello y reprimió un sollozo al ver el león representativo de los Cullen.

Sabía que había muy pocos y que se guardaban con extremo cuidado.

Era un regalo digno de la señora del castillo.

Cerró lentamente la tapa del secreter y suspiró. Ahora entendía la actitud de su madre.

Reneé Dyewr estaba enamorada y eso la hacía estar ciega a cualquier insulto o difamación que el mundo lanzara contra ella. Isabella tampoco podía dejar de amar, del modo que no podía dejar de respirar.

El sonido de la puerta abriéndose interrumpió el hilo de sus pensamientos.

-Oh, me ha parecido que os oía moveros. -A Kachiri le faltaba su habitual alegría esa mañana-. Veo que habéis encontrado la carta del señor. Se sintió consternado por tener que dejaros, pero esos odiosos hombres de la corte se negaron a esperar. Lo mantuvieron levantado la mayor parte de la noche discutiendo sobre temas de clanes hasta que el conde montó en su caballo y partió con ellos deseoso de acabar con este asunto lo antes posible. Escribió esa carta él mismo.

Aquello significaba mucho, pues un hombre de la posición de Edward normalmente no escribía sus cartas personalmente. De hecho, ella había escrito la mayoría de las de Sue. Había habido un tiempo en el que parte del valor que una esposa noble ofrecía a su esposo eran sus conocimientos y su diplomacia a la hora de ser cordial con el resto de los nobles. Sumergían la pluma con cuidado y escribían cartas que mantenían sus relaciones de amistad con las personas apropiadas.

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