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Pobre Ernie Díaz

Mi madre había sido corista en producciones off Broadway. Había emigrado de Colombia a los diecisiete años con mi padre. Cuando fui mayor, descubrí que «corista» era también un eufemismo para «prostituta». No sé si ella lo era o no. Me gustaría creer que no, no porque sea vergonzoso sino porque algo sé de lo que es entregar tu cuerpo a alguien cuando no quieres hacerlo, y espero que ella no haya tenido que hacer eso. Yo tenía once años cuando ella murió de neumonía. Obviamente, no tengo muchos recuerdos suyos, pero sí recuerdo que olía a vainilla barata y que hacía un caldo gallego delicioso.

Nunca me llamó Daniela, solo Dan, lo que me hacía sentir muy especial, como si yo fuera suya y ella, mía. Por encima de todas las cosas, mi madre quería ser estrella de cine. Estaba convencida de que, si lograba entrar al mundo de las películas, podría sacarnos de allí y alejarnos de mi padre. Yo quería ser igual a ella. Muchas veces he deseado que, en su lecho de muerte, hubiera dicho algo conmovedor, algo que pudiera llevar siempre conmigo. Pero no supimos lo enferma que estaba hasta que todo terminó. Lo último que me dijo fue: «Dile a tu padre que estaré en la cama». Después de su muerte, yo lloraba solo en la ducha, donde nadie podía verme ni oírme, donde no podía distinguir dónde terminaban mis lágrimas y empezaba el agua. No sé por qué hacía eso. Solo sé que, al cabo de unos meses, pude ducharme sin llorar. Y luego, el verano posterior a su muerte, empecé a desarrollarme.

Mis pechos empezaron a crecer, y no paraban. A mis doce años tuve que hurgar entre las cosas de mi madre para ver si encontraba un sujetador que me sirviera. El único que encontré era demasiado pequeño, pero me lo puse de todas formas. Cuando cumplí trece años, medía un metro setenta y tres, tenía el cabello castaño oscuro y brillante, piernas largas, piel morena clara y unos pechos que estiraban los botones de mis vestidos. Los hombres me miraban cuando caminaba por la calle, y algunas chicas de mi edificio ya no querían estar conmigo. Me sentía sola. Sin madre, con un padre violento, sin amigos, y con una sexualidad en mi cuerpo para la cual mi mente no estaba preparada.

El cajero de la tienda de la esquina era un chico llamado Billy. Tenía dieciséis años y era el hermano de la chica que se sentaba a mi lado en el colegio. Un día de octubre, fui a la tienda a comprar caramelos y me dio un beso. Yo no quería que me besara. Lo empujé para apartarlo, pero me aferró del brazo.

—Vamos, no seas así —me dijo. El local estaba vacío. Sus brazos eran fuertes. Me sujetó con más fuerza. Y en ese momento, supe que iba a quitarme lo que quería, se lo permitiera yo o no. Así que tenía dos opciones. Podía hacerlo gratis. O podía cambiarlo por caramelos. Durante los siguientes tres meses, me llevé lo que quería de aquella tienda. Y a cambio, lo veía todos los sábados por la noche y le permitía quitarme la camiseta. Nunca sentí que tuviera mucha alternativa en ese asunto. Que me desearan significaba que tenía que satisfacer. Al menos, así lo veía por entonces. Recuerdo que me dijo, en la oscuridad de la trastienda atestada, con mi espalda contra un cajón de madera: «Tienes poder sobre mí». Se había convencido de que yo tenía la culpa de que me deseara. Y yo le creía. Mira lo que les hago a estos pobres chicos, pensaba. Pero al mismo tiempo: Este es mi valor, mi poder. Por eso, cuando me dejó —porque se aburrió de mí, porque había encontrado a otra que lo entusiasmaba más— sentí un profundo alivio y una sensación muy real de fracaso. Había otro chico así, para quien me quitaba la camiseta porque creía que era mi deber, hasta que caí en la cuenta de que podía ser yo quien eligiera. Yo no quería a cualquiera: ese era el problema. Para decirlo sin rodeos, empecé a descubrir mi cuerpo rápidamente. No necesitaba a los chicos para sentirme bien. Y esa comprensión me dio un gran poder. No me interesaba nadie desde lo sexual. Pero sí quería algo. Quería irme lejos de Hell's Kitchen. Quería irme de mi apartamento, lejos del aliento a tequila y la mano pesada de mi padre. Quería alguien que me cuidara. Quería una casa bonita y dinero. Quería escapar, irme lejos de mi vida. Quería ir adonde mi madre me había prometido que llegaríamos algún día. Hollywood tiene algo: es un lugar, pero también un sentimiento. Si huyes allí, puedes dirigirte hacia el sur de California, donde siempre brilla el sol y hay palmeras y naranjos en lugar de edificios sucios y aceras llenas de mugre. Pero también huyes hacia la vida tal como la muestran las películas. Huyes hacia un mundo que es moral y justo, donde los buenos ganan y los malos pierden, donde el dolor al que te enfrentas solo es un esfuerzo que te hará más fuerte, para que al final tu victoria sea aún mayor. Me llevaría varios años darme cuenta de que la vida no es más fácil tan solo porque es más glamorosa. Pero no habrías podido decirme eso a mis catorce años. Entonces me puse mi vestido verde favorito, el que ya empezaba a quedarme pequeño. Y llamé a la puerta del muchacho que, según me habían dicho, se iría a Hollywood. Por su expresión, me di cuenta de que Ernie Díaz se alegró de verme. Y por eso cambié mi virginidad: por un billete a Hollywood. Ernie y yo nos casamos el 30 de enero de 1953 y pasé a ser Daniela Díaz.

THE SEVEN HUSBANDS OF DANIELA CALLE Donde viven las historias. Descúbrelo ahora