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Maldito Don Adler


La mañana que empezamos los ensayos para Mujercitas, Don me despertó con el desayuno en la cama. Media naranja y un cigarrillo encendido. Me pareció muy romántico, porque era exactamente lo que yo quería.

—Buena suerte hoy, cariño —me dijo, mientras se vestía y se dirigía a la puerta—. Sé que le demostrarás a María José Garzón lo que es ser una actriz de verdad. S

onreí y le deseé un buen día. Me comí la naranja y dejé la bandeja en la cama para ducharme. Cuando salí de la ducha, nuestra criada, Paula, estaba en el dormitorio, limpiando. Estaba recogiendo la colilla de mi cigarrillo del edredón. Yo la había dejado en la bandeja, pero debía de haberse caído. Yo era muy descuidada en casa. Mi ropa de la noche anterior estaba en el suelo. Mis zapatos estaban sobre la cómoda. Mi toalla estaba en el lavabo. Paula tenía mucho trabajo, y era evidente que yo no le caía muy bien.

—¿Podrías hacer eso más tarde? —le dije—. Lo siento mucho, pero tengo prisa por llegar al plató.

Sonrió con amabilidad y salió. En realidad, yo no tenía prisa. Solo quería vestirme, pero no pensaba hacerlo delante de Paula. No quería que viera que tenía un hematoma, morado amarillento, en las costillas. Nueve días antes, Don me había empujado por la escalera. Incluso al contarlo ahora, después de tantos años, siento la necesidad de defenderlo. De decir que no fue tan malo como parece. Que estábamos llegando al pie de la escalera, y él me dio un empujón que me hizo rodar por cuatro escalones y fui a parar al suelo. Lamentablemente, lo que detuvo mi caída fue la mesa que estaba junto a la puerta, donde poníamos las llaves y la correspondencia. Caí contra ella con mi costado izquierdo, y el asa del primer cajón me dio en las costillas. Cuando dije que tal vez me había fracturado una costilla, Don dijo: «Oh, no, querida. ¿Estás bien?», como si no me hubiera empujado él. Como una idiota, le respondí: «Creo que estoy bien». Ese hematoma no iba a borrarse pronto. Un momento después, Paula volvió a entrar.

—Disculpe, señora Adler, olvidé el…

Perdí los nervios.

—¡Por Dios, Paula! ¡Te pedí que te fueras!

Dio media vuelta y salió. Y lo que me irritó más que nada fue que, si ella iba a vender una historia a los medios, ¿por qué no esa? ¿Por qué no iba y le contaba al mundo que Don Adler golpeaba a su mujer? ¿Por qué, en lugar de eso, tenía que ir por mí?

...

Dos horas más tarde, estaba en el plató de Mujercitas. Lo habían convertido en una cabaña de Nueva Inglaterra, con nieve en las ventanas y todo. Ruby y yo estábamos unidas en nuestra lucha para que María José Garzón no nos robara la película, a pesar de que cualquiera que haga el papel de Beth deja al público pañuelo en mano. No puedes decirle a una actriz que la marea alta eleva todos los barcos. Para nosotras, no funciona así. Pero el primer día de ensayo, mientras Ruby y yo estábamos en el área de servicios de comida bebiendo café, quedó claro que María José Garzón no tenía idea de lo mucho que todas la odiábamos.

—¡Dios mío —dijo, acercándose a Ruby y a mí—, qué miedo tengo!

Tenía pantalones grises y un jersey rosa pálido de mangas cortas. Tenía una cara infantil, como la de una chica común y corriente. Ojos celestes grandes y redondos, pestañas largas, labios con el arco de Cupido pronunciado y el pelo rojo fresa. Era la simplicidad perfeccionada. Yo tenía la clase de belleza que las mujeres sabían que nunca podrían imitar. Los hombres sabían que nunca podrían acercarse siquiera a una mujer como yo. Ruby tenía una belleza distinguida y distante. Ruby era elegante. Ruby era chic. Pero la belleza de María José daba la impresión de que podías tenerla en tus manos, como que, si jugabas bien tus cartas, quizá podrías llegar a casarte con una chica como María José Garzón. Tanto Ruby como yo éramos conscientes del poder que da la accesibilidad. María José tostó una rebanada de pan en la mesa, la untó con mantequilla de cacahuete y le dio un bocado.

THE SEVEN HUSBANDS OF DANIELA CALLE Donde viven las historias. Descúbrelo ahora