10

193 8 0
                                    

Maldito Don Adler

Ruby me dejó allí, junto a la secadora, con una copa vacía en la mano. Yo tenía que volver a la fiesta. Pero me quedé allí, paralizada, pensando: Sal de aquí. No podía girar el pomo de la puerta. Hasta que la puerta se abrió por sí sola. Era María José. Y detrás de ella, la fiesta bulliciosa e iluminada.

-Daniela, ¿qué estás haciendo?

-¿Cómo me has encontrado?

-Me encontré con Ruby, y me dijo que podía encontrarte aquí, bebiendo en el lavadero. Creí que era un eufemismo.

-No lo era.

-Ya lo veo.

-¿Te acuestas con mujeres? -le pregunté. Conmocionada, María José cerró la puerta.

-¿De qué hablas?

-Ruby dice que eres lesbiana.

María José miró por encima de mi hombro.

-¿Qué importa lo que diga Ruby?

-¿Lo haces?

-¿Ahora vas a dejar de ser mi amiga? ¿De eso se trata?

-No -respondí, meneando la cabeza-. Claro que no. Yo... nunca haría eso. Jamás.

-¿Entonces, por qué me lo preguntas?

-Quiero saberlo, eso es todo.

-¿Por qué?

-¿No te parece que tengo derecho a saberlo?

-Depende.

-¿Entonces lo eres? -insistí. María José apoyó una mano en el pomo de la puerta, preparándose para salir. Instintivamente, me extendí y le sujeté la muñeca.

-¿Qué haces? -preguntó. Me gustó sentir su muñeca en mi mano. Me gustó que su perfume impregnara todo aquel cuartito. Me adelanté y la besé. No sabía lo que hacía. Y cuando digo eso, me refiero a que no controlaba del todo mis movimientos y no era físicamente consciente de cómo besarla. ¿Debía besarla como besaba a los hombres, o de otra manera? Tampoco entendía el alcance emocional de mis actos. No comprendía del todo lo que significaban ni el riesgo que implicaban. Yo era una mujer famosa besando a otra mujer famosa en la casa del presidente del mayor estudio de Hollywood, rodeada de productores, estrellas y quizá más de una decena de personas que transmitían cotilleos a la revista Sub Rosa. Pero, en ese momento, lo único que me importó fue que sus labios eran suaves. Su piel no tenía ninguna aspereza. Lo único que me importó fue que ella también me besó, que apartó la mano de la puerta y la apoyó en mi cintura. Olía a flores, como a polvo de lilas, y sus labios estaban húmedos. Su aliento era dulce, mezclado con sabor a cigarrillos y crema de menta.

Cuando se apoyó contra mí, cuando nuestros pechos se tocaron y su pelvis rozó la mía, no pude pensar sino en que no era tan distinto, y a la vez, era completamente diferente. Ella tenía protuberancias donde Don era plano, y era plana donde Don tenía protuberancias. Y, sin embargo, esa sensación de tu corazón en el pecho, de que tu cuerpo te pide más, de que te pierdes en el aroma, el sabor y el tacto de otra persona... todo era igual. María José se apartó primero.

-No podemos quedarnos aquí adentro -dijo. Se enjugó los labios con el dorso de la mano, y luego frotó la parte inferior de los míos con el pulgar.

-Espera, Majo -le pedí, tratando de retenerla. Pero salió y cerró la puerta. Cerré los ojos, sin saber muy bien cómo recobrar la compostura, cómo aquietar mi cerebro. Inhalé. Abrí la puerta y subí los escalones de dos en dos. Abrí todas las puertas de la planta alta hasta que encontré a quien buscaba. Don estaba vistiéndose, empujando los faldones de su camisa dentro de los pantalones, mientras una mujer de vestido dorado con cuentas se ponía los zapatos. Eché a correr. Y Don me siguió.

THE SEVEN HUSBANDS OF DANIELA CALLE Donde viven las historias. Descúbrelo ahora