Miro un fondo blanco salpicado de trazos de líneas negras, rectas y curvas. Mis ojos mandan la señal al cerebro para descifrar su significado. Hago esto porque una de mis tantas ocupaciones es aprender a leer. La capacidad que tenía por descontada, que me era tan natural como el respirar, resultado de un proceso mental veloz como el aletear de un colibrí, ya no lo es. Y atisbo las salpicaduras de líneas negras sobre blanco, y me concentro, y me esfuerzo... Pero al final solo noto un garabato complejo sin pies ni cabeza.
Unos botones estilo teclado esperan pacientes que los manipule. Las instrucciones que recibí fueron simples y claras: "Aprieta el botón rojo si no entiendes lo escrito; si en vez lo comprendes, el verde". Yo asentí con la cabeza, a ver si de esa manera me dejaban sola un rato, aunque el costo fuese encadenarme a fijar mis ojos en la pantalla que tengo al frente.
No entendí nada de lo escrito. Igual aprieto el botón verde. Al instante, un nuevo dibujo ridículo de lo que se supone son letras aparece frente a mí. Vuelvo a poner cara de concentración y disimulo observar fascinada la imagen. En realidad lo que hago es agudizar mis oídos. El susurro de las hojas mecidas por una brisa me tranquiliza. Esa sutil melodía me indica que está abierta la ventana que da hacia exterior, aquella situada en la habitación contigua. Este cuarto donde vivo no tiene ninguna, es una más bien una especie de caja hermética cuyas paredes grises se hallan desprovistas de cualquier cosa. Habitación cero estímulos, la llaman. Su objetivo es obvio: evitar que me distraiga ni un segundo de la tarea que me asignen. Pero ellos ignoran que la capacidad auditiva que poseo significa mi fuga temporal.
Bloqueo el sonido de sus conversaciones. Conozco de memoria sus comentarios acerca de mí, aunque ellos no tengan la menor idea; el fenómeno en que me he convertido, la incógnita de mi existencia, bla, bla, bla. Ya no me interesa inmiscuirme en sus hipótesis de lo que soy o pueda ser. No, para nada. Al fin y al cabo, yo soy yo, y listo.
El arrullo del menear de las hojas me ayuda a flotar fuera de aquí e imaginarme los colores de un día de cielo despejado con alguna que otra nube vagando perezosa. No hay pájaros alrededor, se extinguieron hace tantos años que la gente ni se acuerda de ellos. Mas las plantas sobrevivieron al Cambio y si pongo mayor atención, puedo escuchar como los pétalos de unas margaritas se mueven muy muy lento. Sí, margaritas, porque cada flor tiene un sonido particular, claro está.
Aprieto el botón verde.
Las margaritas me llevan a recordar cuando niña, encerrada en el departamento refugio con mis padres durante la cúspide del Cambio. Éramos de los privilegiados que obtuvimos tal resguardo. Muchos no lo consiguieron y perecían afuera, al igual que las aves y el resto de animales, se extinguían si remedio. En el refugio podíamos subsistir hasta cien años, mientras el planeta sucumbía al Cambio. Yo lograba observar el exterior a través del periscopio de mi habitación y, por alguna razón incomprensible, un grupo de margaritas figuraba siempre en el campo de visión. Parecían eternas, nadie les había dicho que debían de morir, así que permanecieron allí, inmutables.
Aprieto el botón verde.
Seguro tengo algo de ellas; también permanecí allí, sin variar. Cuando me descubrieron, me informaron que habían pasado unos trescientos años y pico desde el inicio del Cambio. Yo los miré atónita, intentando comprender. Casi quería reírme porque debía ser una broma lo que decían, ¡si yo tenía apenas diez! Asimismo, caí en la cuenta que mi mente estaba en blanco, recordaba muy poco y menos qué había ocurrido con mis padres. Desde entonces me hacen pruebas, una tras de otra, y me someto a ellas. No conozco exactamente cuanto tiempo ha transcurrido, sin embargo, el notorio envejecimiento de quienes me estudian y su consiguiente ausencia indican que se trata de varias décadas. Además, mi cuerpo se ha transformado un tanto; su reflejo me murmura que mi niñez se ha escurrido.
Aprieto el botón verde.
Voy afuera de vez en cuando. La rutina consiste en guiarme por un corredor hasta donde se encuentran aparcados vehículos de transporte. Me apean a uno de esos que impiden ver al exterior. Me llevan a una localidad carente de construcciones, poblada de escasa vegetación. Caminamos sin toparnos con ningún ser viviente, salvo tímidas plantas que, a toda vista, se esfuerzan en existir. Nos acompaña el zumbido de las máquinas cosechadoras suspendidas en el aire a unos tres metros de altura. De su nivel inferior, una serie de tubos conectados al terreno aspiran insistentes y no dan tregua. El quejido del interior del suelo llega a mis oídos. Es obvio que mis acompañantes no lo oyen o, quizás, prefieren ignorarlo. El lamento terrible despierta en mí una inquietud que, de ser una pregunta: ¿escuché esto poco antes del Cambio?, se ha convertido en una certeza.
Aprieto el botón verde.
Los mantengo contentos aparentando comprensión y sumisión. No sabré leer sus dibujos, pero leo de otro modo y lo que he deducido es que no queda mucho tiempo de nuevo. Al parecer los humanos son seres de memoria corta. Ponen sus prioridades en la cúspide de la toma de decisiones. No se preocupan de lo que ellos mismos definen como "daños colaterales". Mientras se hallen cómodos, el resto no les importa. Es así que otro Cambio se aproxima y aunque algunos lo sepan, la mayoría prefiere negarse a verlo y continúan tal cual, agotando lo que hay, consumiendo sin pensar en las consecuencias a largo plazo.
Aprieto el botón verde.
Creo que he dejado de ser humana, percibo con claridad tantas cosas en comparación. No soy la única, y con cada movimiento del botón verde me logro comunicar con los demás. La velocidad con que lo presiono y la fuerza con que lo empujo es un mensaje enviado. Somos capaces de leerlo nítido como si fueran las letras que se empeñan en enseñarme. Sabemos que el Cambio será hoy. En esta oportunidad no lo dirigirá por completo la madre naturaleza.
Aprieto el botón verde.
Con ello,
una orden circula.
Y los demás,
la leen:
"¡Al ataque!"