Capítulo 7

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La mañana llega mucho más rápido de lo que creíste que podría hacer; una vez sale el sol, te das cuenta de que no dormiste en toda la noche, y una vez te das cuenta de eso, te das cuenta también de que te arden los ojos

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La mañana llega mucho más rápido de lo que creíste que podría hacer; una vez sale el sol, te das cuenta de que no dormiste en toda la noche, y una vez te das cuenta de eso, te das cuenta también de que te arden los ojos. Revisas de nuevo en el teléfono la hora a la que quedaste de verte con tus amigas, y por alguna razón te tranquiliza ver que nadie ha cambiado el plan y la reunión sigue siendo a las cuatro de la tarde. Puedes dormir hasta entonces.

Antes de tirarte en la cama, das un último vistazo a la especie de guion de conversación que intentaste hacer en tu libretita rosa con brillos; lo único que hay entre las rayas de la hoja es un montón de borrones y la palabra «hola». Toda una noche de trabajo derivó en nada y te has cansado de intentar.

Haces a tu silla girar hacia tu cama para tener un breve momento de felicidad, y luego te dejas caer de costado sobre las sábanas blancas. Pegas las rodillas a tu pecho y te abrazas a tí misma; estiras las piernas una vez te sientes incómoda, mas sigues abrazándote. Duermes mientras te das la calidez que te falta.

Despiertas a las dos de la tarde solamente porque tu madre abrió tu puerta, y lo primero que sientes es cómo te agitas al volverte consciente —de nuevo— de que vas a hablar con tus amigas sobre un tema que seguro después les resultará una tontería...

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Despiertas a las dos de la tarde solamente porque tu madre abrió tu puerta, y lo primero que sientes es cómo te agitas al volverte consciente —de nuevo— de que vas a hablar con tus amigas sobre un tema que seguro después les resultará una tontería, advirtiéndoles de algo que quizá no es un peligro, quedando como una loca primero solo por el afán de intentar protegerlas. ¿Y de qué? Cada vez lo sabes menos; tu respuesta justo ahora te parece que es «la cárcel».

—¿A qué hora te dormiste? —pregunta tu madre con una expresión seria que te parece no haber visto en años. Está en serio enojada.

—Temprano —respondes con una mentira que sabes que no te va a creer. Ella suspira, dándote a entender que tienes razón: No te cree en lo absoluto.

—Te voy a quitar ese teléfono, y esa computadora... —Empieza a amenazar—. Y ese cuadernito también —dice en cuanto nota que éste está abierto sobre la mesa. Lo sostiene entre sus manos y lo acerca a tu rostro; tú no haces nada al respecto, sabes que por más que busque no hallará nada allí—. ¿Qué es esto?

—Estaba intentando escribir —respondes, sin especificar nada; al final, sabes qué va a asumir: Otra vez intentaste escribir un libro.

—Deberías dejar eso por un tiempo —dice, y sale del cuarto con tu cuaderno en las manos, tan rápido que ni siquiera te da tiempo a responderle algo.

Punzadas de culpaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora