Capítulo 3

20 5 4
                                    

Tus piernas duelen y no dejas de respirar con la boca, pero no te detienes; al contrario, aceleras apenas notas sobre tus zapatos rojos la sombra de una de las ramas del árbol

¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.

Tus piernas duelen y no dejas de respirar con la boca, pero no te detienes; al contrario, aceleras apenas notas sobre tus zapatos rojos la sombra de una de las ramas del árbol. Miras tus propios pasos acelerados hasta que éstos se detienen en un reflejo causado por la visión de una cinta amarilla bastante bien puesta entre dos árboles a los que también les faltan las hojas.

Tienes miedo de mirar hacia arriba, pero lo haces; en tu opinión, sería bastante estúpido decidir no ver cuando es justo para lo cual habías corrido hacia allá; para lo cual perdiste la respiración, aceleraste tu corazón y te negaste a encontrar la calma.

Y allí, justo en el árbol que te dijeron, el más grande en ese bosque, está el cuerpo, y se ve tal como te lo describieron, increíblemente parecido a como lo imaginaste en el momento en que Valeria y Pamela hablaron de éste por primera vez.

La piel se ve de un blanco casi grisáceo que se ve todavía más gris apenas las nubes cubren el sol. No hay brazos, no hay piernas, los ojos están cerrados y, a pesar de que se ven relajados, tú puedes ver lo tensos que estaban mientras ella recibía el dolor; y no sabes si lo ves por ser empática o por haber estado allí. Ves la sangre que mancha su ropa y de inmediato sientes cómo tus prendas se humedecen con el mismo líquido. Sabes bien que lo estás alucinando, y a la vez dudas mucho de que sea así; por ilógico que resulte pensarlo, quizá esta vez sí sea de verdad.

Bajas un poco la vista y, antes de que ésta llegue a la punta de tus zapatos, te permite notar la presencia de un cuchillo bien clavado en una de las raíces del árbol; el metal con el que está hecho casi no se ve debido a que está cubierto de sangre seca, que crees que podrías desprender si pasaras el filo de tu uña por allí. No lo intentas solo porque no quieres dejar tus huellas sobre el cuchillo, mucho menos sobre su mango.

Entonces puedes ver todo el cuchillo cubierto en polvo blanco; las únicas partes que no lo tienen son aquellas en la que tu huella digital —esa que ni siquiera conoces del todo bien, pero de pronto miras de forma clara— está grabada. Respiras pesado y se te olvida por completo la posibilidad de que lo que estás viendo sea algo falso.

Te concentras en la imagen y en la fuerza con la cual late tu corazón. De nuevo la velocidad te pide echarte a correr, y lo haces ante el repentino pensamiento de que en cualquier momento llegará alguien de la policía y va a encontrar la forma de culparte del asesinato con tal de no hacer la investigación —porque sabes que en realidad no les importa el caso— y vas a pasar el resto de tu vida pudriéndote en la cárcel.

Y de pronto te preguntas si lo mereces; si lo que tiene que ocurrir es que pases el resto de tu vida pudriéndote en la cárcel porque todo lo hiciste tú.

¿Pero por qué serías tú? El dolor fantasma de tu pierna rota te lo recuerda, al igual que los nombres de Alana y Pamela en tu cabeza.

Te das la media vuelta e intentas caminar a pesar de que tu tibia y peroné todavía no dejan de doler. A los pocos pasos, cuando notas que a pesar de todo puedes caminar de manera normal, el malestar se detiene y permite que te eches a correr.

Atraviesas al menos la mitad del trayecto hacia tu cabaña antes de tropezar con una piedra y caer. Te regresa el dolor en la pierna fracturada, y a pesar de que sabes bien que no te has roto los huesos de nuevo, no intentas levantarte. Te tragas el dolor fantasma junto a tu saliva, y te abrazas a tí misma mientras dejas por fin que tu inquieto corazón se calme, tal como ha estado rogando por hacer durante todo el día.

Una vez tus latidos se ralentizan, te sorprendes de la tranquilidad con la cual tu corazón puede latir. Respiras profundo antes de levantarte y decidir que no volverás a perder la calma; que prefieres sentir los golpes en tu pecho como algo suave.

Pero cuando te levantas, sientes que hay algo pegado a tu ropa —algo además del barro que se formó después de que lloviera hace dos días—. Miras hacia abajo para ver qué es, a pesar de que el olor ya te lo dice bastante bien, y te retractas de tu decisión a pesar de que en realidad no quieres hacerlo. Tu corazón se encuentra inquieto otra vez ante la imagen de la sangre, que aparte de mancharte la ropa, lo hizo también con tus brazos, secándose sobre éstos. Intentas rasparla con el filo de tus uñas, pero no se va.

Vuelves a huir, mirando hacia el suelo para no tener que volver a detenerte. No quieres que alguien te vea manchada de sangre —has olvidado de nuevo que puede no ser real—, así que te precipitas para llegar a la cabaña y encerrarte en el baño; escondes bien tu ropa y te metes a la ducha para intentar que las manchas de sangre desaparezcan. Abres el agua y te quedas debajo de ésta durante varios minutos, pero no ves que esa cosa se resbale de tus antebrazos.

De pronto parpadeas y ya no está; tampoco están el olor ni la sensación de tener algo pegado a los brazos.

Sales de la regadera y te secas tanto el cuerpo como el cabello. Buscas más ropa y luego te quedas sentada en uno de los bordes de la cama, mirando las sábanas cada tanto para asegurarte de que no hay ni una mancha roja entre todo ese blanco.

Y de pronto te obsesionas con la idea; sientes la necesidad de buscar manchas rojas en lo que no tenga que ver contigo. Sacas tu ropa del escondite en el que estabas y empiezas a inspeccionar todos los lugares en los que consideras que alguien ocultaría su ropa llena de sangre ajena; quieres encontrar a la culpable en esa cabaña, todo para que no la encuentren en tí y en la forma en la que enloqueces, como si, más allá de dudar de si lo hiciste, supieras bien que fue así.

Una vez revisas toda la cabaña, te das cuenta de que no hay nada sospechoso en ningún rincón; no hay ninguna prueba útil debajo del lavamanos, de las camas o de la tabla suelta casi a la esquina del cuarto.

De pronto en tu cerebro se enciende una bombilla; tienes una idea que parece buena: Abrir sus maletas y revisarlas también, de prenda en prenda y de objeto en objeto. Te late fuerte el corazón ante la idea de que en cualquier momento las chicas podrían volver y verte, y volver a mirarte como si estuvieras loca —aunque sabes que, si estuvieras en su lugar, igual te mirarías así—; no obstante, nada logra quitarte la idea de que así es como deberían ser las cosas. Deberías revisar allí, solo porque eso te tendrá a un paso menos de estar tranquila —o al menos eso es lo que crees; lo que te dice tu desesperación cuando se te acerca al oído—.

Empiezas con la maleta de Galia. Miras bien cada prenda y objeto antes de arrojarlo detrás de tí, dejando que todo se acumule sobre las oscuras tablas del suelo a las que seguro están a punto de crecerles moho; luego, cuando la dejas vacía, vuelves a revisarla; abres todas las bolsas, la sacudes bien e inspeccionas con la mirada todos los rincones que puedes. Al no encontrar nada, repites el proceso con la valija de Pamela.

Y de pronto ya lo habías hecho con las tres maletas a tu disposición, y en ninguna encontraste algo que pudiera ayudarte a encontrar a un culpable. Casi lloras ante el dato presentado a tus ojos, y a la vez te causa algo de felicidad, por el hecho de que cada vez se vuelve más claro que entre tus amigos —o al menos no entre estas tres chicas— no está el asesino de Victoria.

O quizá lo que se está volviendo claro es que todos son muy buenos mintiendo.

Te enojas contigo misma por no poder volver a confiar, y también por no poder resolver el caso —a pesar de que ni siquiera sea tu obligación—. Te muerdes el labio tan fuerte que amenaza con empezar a sangrar, y mientras intentas mantener la calma, vuelves a poner todas las prendas y cosas donde estaban antes.

 Te muerdes el labio tan fuerte que amenaza con empezar a sangrar, y mientras intentas mantener la calma, vuelves a poner todas las prendas y cosas donde estaban antes

¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.
Punzadas de culpaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora