Epílogo

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Hasta este momento, no sabías cómo se veían los reformatorios; hoy te encuentras con que son tal como las prisiones: Grises, poco espaciosas, con un ambiente pesado que incluso resulta terrorífico

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Hasta este momento, no sabías cómo se veían los reformatorios; hoy te encuentras con que son tal como las prisiones: Grises, poco espaciosas, con un ambiente pesado que incluso resulta terrorífico. Al mismo tiempo son distintas, hay una vibra diferente, quizá por la edad de quienes están presos. Parece haber mucho más sufrimiento, y al mismo tiempo mucho menos; no sabes qué es lo que te expresa el silencio del lugar.

Estás estresada; mucho más de lo que creíste que podrías estar en tu vida. Te estresa cómo hay algo en el aire que es difícil de respirar; te estresa también cómo cada paso que das se escucha fuerte y hace eco en las paredes sin pintura; te estresa la forma en la cual cada joven allí te mira como si vinieras de otro planeta, como si nunca antes hubieran visto a una persona libre aparte de sus cuidadores.

Por suerte, no tienes que soportar mucho esa atención tan incómoda: Casi de inmediato, una puerta marrón se abre en frente de tí y llegas al cuarto en el cual podrás hablar con tu hermano. Miras hacia todos lados mientras respiras un aire que por alguna razón se siente mejor en tu nariz; esa vibra pesada ya no está, o al menos la mayor parte se fue.

Quizá porque ahora hay un solo preso compartiendo espacio contigo; el chico te mira con una sonrisa, como si fueras su salvación.

Y en realidad, quizá lo eres; lo serás si todo resulta de la manera que quieres; de la manera que debe ser.

La guardia te guía hacia una de las sillas en la fila; te pone en frente del único vidrio que tiene a una persona detrás, y sonríes al reconocer el rostro, a pesar de que todo sigue sintiéndose tenso, de que simplemente lo es, por lo que es ese sitio, por lo que hay allí.

Hay un momento de silencio absoluto, aún más tenso que todo lo anterior; tu hermano y tú evitan mirar a la guardia, con ese gesto pidiéndole que se retire. Ella lo hace; al fin y al cabo, es su deber. La puerta se cierra a un lado de ustedes y los deja casi sin luz, a excepción de la poca que entra por una ventana pequeña, a través de la cual se ve el cielo nublado de ese día.

Suspiras y vuelves a organizar la información en tu cabeza, para poder hablar, para no desviarte del tema que te trajo hacia donde estás. No tardas ni un minuto en tenerlo todo casi en orden, así que hablas rápido, antes de que tu hermano pueda siquiera saludarte:

—Mateo —pronuncias su nombre, en voz muy baja, como si fuera prohibido y aún estuvieran escuchando su conversación.

—Hola —dice él antes de que puedas continuar.

—Hola —dices tú también, con la voz suave, y luego hay un silencio que se prolonga por unos pocos segundos. Entiendes que ya es el momento, y sueltas la información—: Creo que sé cómo sacarte de aquí. Mamá... me dijo cosas.

El chico abre los ojos, y también la boca, de forma leve. Se inclina hacia adelante en busca de más información, y ríes ante la forma en la cual su nariz se pega al vidrio por completo; luego regresas a la expresión seria que sabes que deberías de tener. Entonces empiezas con el relato, con la explicación de cómo tenías razón y tu hermano era inocente:

Punzadas de culpaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora