Capítulo 11

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Después de llorrar tendido en el polvoriento suelo durante lo que fueron dos largas horas, Alan se tranquilizó y pensó en ir hacia la casa de su abuela, pero se acordó de que allí tampoco podía evitar los sentimientos de tristeza e impotencia. En su propia casa pasaba lo mismo así que simplemente se levantó y caminó hasta una pequeña plaza a unas diez cuadras de allí, donde se sentó en un banco de cemento.
Y se quedó allí, con la brisa acariciándolo y consolándolo como a un niño cuando se lastima la rodilla.
-No puedo más ¿Por qué tengo que soportar tanto dolor? - susurró para si mismo con voz quebrada y ronca.
La respuesta vino minutos después, cuando un niño y su madre llegaron a la plaza y el primero comenzó a hamacarse mientras la segunda le gritaba, sin resultado, que se cuidara de no ensuciar la ropa que tenía puesta.
"Porque nunca quise a nadie."
Lágrimas silenciosas caían lentamente desde los ojos de Alan hasta la mandíbula, donde las limpiaba o caían, suicidas, en el verde pasto, fundiéndose con el agua de la lluvia que empezaba a caer tranquílamente, con minúsculas gotas.
Cuando fue muy tarde, Alan no tuvo más opción que ir a su casa. En el camino, arrastró los pies, como un criminal en camino a la horca. Pasó frente a la casa de su ya no existente amiga imaginaria y dos lágrimas más cayeron de sus ojos rojos.
Entró por la puerta principal y subió directamente a su habitación, sin notar que sus padres, por primera vez en mucho tiempo, mantenían una conversación normal con caras serias, llenas de preocupación y miedo.
Pasó una hora.
Pasaron dos.
Y Alan no abrió la puerta de su habitación hasta la mañana siguiente, cuando bajó a desayunar cuando se hubo serciorado de que sus padres habían salido. No había probado bocado el día de ayer y tenía mucha hambre.
Sacó de la heladera una porción de pizza y se la tragó en tiempo record. Aún hambriento, descubrió, escondidas en el fondo, cuatro empanadas de carne. Por el modo en el que estaban ubicadas en el plato, parecía que ya sabían el destino que las esperaba y que intentaban huir de él. En otro minuto, las empanadas habían desaparecido.
Alan, lleno, decidió hacerle una visita a su abuela, Perla, quien al verlo ojeroso y triste, lo abrazó como a un niño asustado.
Alan siguió abrazándola y se lo contó todo.
Lucy. Sus padres. La plaza.
Todo.
No creo que ningún ser humano haya llorado tanto en tan poco tiempo como él ya que, nuevamente, las lágrimas comenzaban a escapársele.
-Ya no puedo soportarlo. Es como tener una enfermedad y que te den la cura durante un mes. Cuando empiezas a sentirte mejor, a conocer lo que es estar sano y a valorarlo, te la quitan y empiezas a decaer otra vez hasta que la enfermedad se apodera de tu cuerpo otra vez.-dijo Alan.
Perla escuchaba, en silencio, sus palabras. No hizo ningún comentario hasta que su nieto terminó su relato.
-No deberías culparte.
A continuación, un largo silencio se apoderó de la sala. Alan meditaba sus palabras como si fuesen el enigma más grande de la humanidad.
Alan fue a su casa, todavía pensando.
Más tarde supo que esas palabras serían su "adiós". Pero solo lo descubrió tres días después, cuando volvió de la escuela. No paró de llorar durante unas cinco horas y se encerró con llave en su pieza durante un día y medio, sin comer.
Alan tuvo un pensamiento extraño:
"El dolor me está pudriendo"

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Fue corto, ya se pero no se quejen. La inspiración no es algo que toca a tu puerta todos los días. Pense que iba a tardar menos caps en terminar la historia pero no pude: muchas cosas que faltan relatar. Me despido.

¿Estoy solo?Donde viven las historias. Descúbrelo ahora