Capítulo 2

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   Sus padres fueron a buscarlo la mañana siguiente, cerca del mediodía. Alan subió deprimido al auto. Odiaba irse de la casa de su abuela Perla, más aún si le había contado tan buena historia como la de la noche anterior. Cuando vinieron a por él, agarró su mochila, metió toda su ropa desordenada adentro y se dirigió hacia el auto, donde Perla hablaba con sus padres. Inmediatamente cuando el se hizo presente a unos cinco metros de distancia, la seria conversación se detuvo bruscamente.

   Alan saludó amablemente a su abuela y se sentó en el asiento trasero del auto (a su padre nunca le había gustado que el se sentace en el asiento del acompañante porque lo consideraba un "título" demasiado importante para él).

   Una vez que su padre (llamemoslo Damián) aceleraba el auto y prendía la radio ya no había tema de conversación  que valiera la pena para este. Ni siquiera si se trataba de una herida de bala en la pierna de alguien o un terremoto; nada podía desconectarlo de aquel objeto sonoro que revelaba la situación del país y del mundo sin anestecia, crudamente.

    Alan había tratado, innumerables veces, de establecer conversación cuando era pequeño en aquel ámbito de hipnosis en el que se encontraba su padre en aquel momento del día pero la reacción de este no cambiaba. Cuando tenía unos ocho años, se dió por vencido. Dejó de intentar. Ahora la idea de que su padre le prestara la más mínima atención le parecía tan imposible como la posibilidad de que la Atlántida existiera.

   Llegaron a su casa: una mansión de tres pisos con piscina y jacuzzi al fondo en el medio de un pequeño pueblo con menos de dos mil habitantes (su padre prefería la tranquilidad para su trabajo: diseñador de coches de alta gama) y tan solo dos casas en un kilómetro a la redonda, una de ellas olvidada y sucia desde hace dos o tres años.

En el primer piso se encontraban la cocina, con baldosas blancas con delicadas flores azul marino dibujadas (que a Alan le parecían mandalas) y la pared de un blanco marfíl. La heladera era grande, casi tocaba el techo y la mesada estaba hecha con granito de la mejor calidad. Esta habitación estaba conectada al comedor a travez de un marco (a la madre de Alan no le gustaban mucho las puertas en este ambiente). Este tenía una mesa y seis negras y cómodas sillas acolchonadas, traídas de Italia en uno de los viajes de Damián y Claudia. En el mismo piso también se encontraba la sala de estar o living, con sus mullidos sofás, su colosal televisión con internet y satélite con canales V.I.P., sus baldosas color café con leche y su frío color blanco pegado a las paredes, donde se encontraba la escalera.

   En el segundo piso había un pasillo, por el cual podías acceder a cualquiera de las cuatro habitaciones (dos en uso y dos para invitados, todas en suite) y al estudio, con su inmensa biblioteca. Como es mucho trabajo innecesario describir todas las habitaciones del segundo piso, solo describiré la de Alan.

   El cuarto de Alan era beige (él lo prefería así) con baldosas negras. Era grande y espacioso pero los únicos objetos o muebles que tenía eran una cama, un placard, un par de repisas con libros que él reconocía como necesarios, un escritorio con una lampara, una computadora y una pequeña pila de papeles recordatorios y pegatinas.

   Alan se bajo del auto y fue directamente a su habitación, su pequeña cárcel voluntaria que lo protegía de todas las cosas que pudieran pasarle, su fiel escondite. Allí nadie podía hacerle daño. ¡Pero Alan no era cobarde! Simplemente creía que habían cosas que era mejor no hacerles caso, no meterse.

    Y ocurrió esa misma madrugada. Ojalá no se hubiese quedado despierto. Hace mucho no pasaba pero era normal y solía pasar cada semana, una o dos veces.

   Alan escucho una voz masculina gritando:

- ¡Es que no te das cuenta de que no soy tonto, de que puedo darme cuenta de tus mentiras, maldita zorra!

...y una voz delicada e increíblemente tranquila respondía:

- No se de qué estas hablando

- Ya vas a ver... algún día voy a tener suficientes pruebas como para divorciarme ¡y vas a quedar en la calle!

- ¡¿Creés que dependo de vos?! Eso sería patético. Depender de una persona que a su vez depende de un psicólogo...

   Esa fue la gota que colmó el vaso.

   Alan, que escuchaba atentamente la conversación, no aguantó más. Se encerró en el baño de su pieza con llave y lloró. Sí, lloró, porque las lágrimas le permitían, de forma especial, mantenerlo fuerte. Las gotas que caían de sus ojos y mojaban su remera se convertían en una coraza imaginaria, una armadura que ni la tormenta más fuerte ni las garras de la depresión podían hacer siquiera un rasguño. Era una defensa que nadie podía vulnerar,  una piedra imposible de romper. Y no se la quitaría nunca porque "nunca se sabe cuando el enemigo (sea cual sea) puede atacar".

   Y ¡qué suerte que no se la quitaría! El día siguiente probablemente la necesitaría. O al menos eso pensaba.

Holo, gente inteligentosa. Ya sé que somos pocos pero esperemos que luego seamos más.

Me llamo Malena y tengo 14 años. De a poco quiero que nos conozcamos mejor asi que pongan sus nombres y edades en los comentarios.

  Voy a subir capítulos cada dos o tres o a veces cada cuatro días mas o menos. Ahora que ya casi son vacaciones y tengo algunos hechos va a ser más fácil. Espero que les esté gustando... Chaucha :D

¿Estoy solo?Donde viven las historias. Descúbrelo ahora