Las estrellas iluminaban mi cabeza con el mayor resplandor existido. La luna rodaba en el mar oscuro y más llena de lo habitual. Podía escuchar los cohetes y altavoces a la distancia, parecían aporrear las paredes del aserradero. Mis manos temblaban sin pedirlo. El nerviosismo incrementaba en mi cuerpo como ataduras a mis pies. El albedrío a la lejanía se convertía en silbidos por los motores de coche ronroneando a mis espaldas. La noche estaba completa de vida, pero para un pardillo como yo se le escapaba. Incluso con las ganas de venir aflorando por mi estómago, mi boca se mantenía cerrada por las moscas.
Había soñado con este momento toda mi vida. Por primera vez en años, mi banda favorita estaba actuando en mi hogar. Le había prometido a una amiga que aparecería antes de que acabase la noche, pero mi mente me engañaba para no disfrutarlo. Lo que veían mis ojos eran un montón de luces y gente entrando con sus brazos entrelazados. Podía asegurar que desde la distancia se veía impresionante, pero también mejor. La ansiedad social tomaba control de mis pensamientos y me provocaba sudor en partes desconocidas de mis piernas y espalda. Deseaba con todas mis fuerzas venir a ver a Dinorazz, incluso sintiendo la percusión como mis propios bombeos no podía aceptar que debía entrar. Tragué saliva tantas veces mientras zapateaba el suelo que casi me atraganto.
Los arbustos a mi alrededor comenzaron a moverse, el viento empezó a levantarse y no podía seguir dándole vueltas. Era mi decisión, por ese escaso minuto lo tuve claro. Me iba a lanzar a oír la música de cerca, a ignorar la presencia de los demás para sentirme seguro, como si fuésemos el teléfono, la habitación y yo.
Pero cuanto más avanzaba, la dificultad incrementaba para mí. Se me pasaban por la cabeza cosas abrumadoras: mi ropa, la compostura, mi voz... Mi apariencia en general me aterraba, tenía que recordarme que eso eran excusas que mi cabeza inventaba para aumentar mi sufrimiento.
Mis pasos se escuchaban menos, mi respiración ya no estaba ni controlada. Me desvié de lo que debía ser la fila y me escondí detrás de una furgoneta blanca. Las personas se habían parado a mirarme, despreocupadas de lo que podría haber pensado en ese momento. Hasta sabiendo lo que creí de sus miradas, me rompió con un corte profundo. Eran pena, asco, odio, (algunas) empatía, mas mi corazón no necesitaba eso. Yo quería respeto, no ser válido.
Esos pensamientos invadían mi mente cada segundo. Solamente pude dejarlos ir cuando el grupo de chicos y chicas ya no estaban en la cola. Eso era lo que más me pasaba. Me comía la cabeza sin ningún motivo, yo solo me convertía en mi peor enemigo. La persona que menos aceptaba que no tenía que hacer ni decir nada para ser normal era yo. Me lo ponía muy difícil.
Cuando volví caminando a la puerta sólo miré mis pies. El segurata se estaba aguantando la risa con los brazos cruzados y un puño sobre sus labios. No reparé en su cara, podía asegurar por el destello que tenía una gran barba plateada y ojos claros. Vi el tatuaje de un escorpión en su tríceps, lo que hizo que me echase atrás. En cualquier momento se me iba a tirar encima, estaba dispuesto a devorarme con sus dientes.
—Capullín, entrada —Esa voz áspera era la más asquerosa que había escuchado en mi vida.
Me quedé petrificado por unos segundos, incluso con la idea de que traía todo en regla.
Deslicé mis dedos por mis jeans ajustados, manteniendo los ojos arriba, por no sentirme intimidado (aunque no sirviese). Me temblaron las manos cuando se la pasé. Dobló y movió el papel en todas las direcciones para decirme lo que ya sabía:
—Parte de arriba —Escupió al suelo con mosqueo. Avancé unos escasos pasos cuando me cogió de la camisa y susurró—. Nada de saltar y tirar objetos. No estorbes, capullín.
Su perfume era fuerte, aunque no le hacía ninguna justicia. El olor a tabaco estaba impregnado en sus prendas y barba.
Me soltó con un gruñido, mostrando sus dientes amarillos y negros. No podía demostrar que se me erizaba la piel de tal manera. Deambulé por las sombras del aserradero, sin fijarme en las paredes decoradas con cuerdas y sierras. Las chicas soltaban risillas tontas y gritaban desesperadas cuando se encontraban con la cara de los cantantes a pocos metros. Realmente, me frustraba. Habían estado todo el año criticando la música de la banda, pero una vez que el equipo organizativo es del padre del chico guapo y rico lo dejan pasar. Rezaba por no encontrármelo de frente, ni a su grupo de amigos encantadores.
Vi cerca de la barra de bebidas a dos chicos en silencio, no emitían ningún sonido y se encontraban de espaldas. Estaba a punto de acercarme cuando se coló un hombre alto y musculoso en mi camino, dándome media vuelta. Sus ojos oscuros atraparon los míos con un aliento. Sus labios estaban resecos y su melena cobriza me hacía cosquillas en el cuello.
—Chavalote, joder. Pareces un fantasma —Lo decía con risas por el medio, apretando la piel de mi hombro.
—Hola, Rob —Pude verbalizar, antes de sentir un pellizco en mi brazo.
Robert no era nadie importante, aún así, todo el mundo sabía de él. No trabajaba en ningún sitio por mucho tiempo. Lo intentó en los bares, en los mercados, en la pesca... Sin éxito. Solamente tenía algo bastante estable; la droga. Su furgoneta era el vehículo más conocido de la zona (por encima de los coches caros). Era simple de identificar. Blanca y con una pegatina de una polilla en un lateral. No es que pudieses saber si era llamativa o no, nadie decía nada sobre lo que vendía o utilizaba.
—Tus conocidos no me han pagado lo que me debían. —Su voz fue disminuyendo y sabía que me estaba metiendo en un lío.
—Bueno, no tengo nada que ver con sus juegos.
La tensión me estaba subiendo. No podía ser que los ricos se negasen a pagar sus deudas y nos dejasen el muerto a los demás. Solamente les conté que eran fáciles de conseguir. Obviamente, jamás había parado en su garito. Esas cosas no eran para mí.
—Puede ser, muchacho. Puede ser... —Volvía a subir su tono y me recordaba a los típicos abuelos cariñosos. Algo un poco más profundo que cariñoso—. Creo que... deberías decirles algo. No debería ser justo que pagues tú por los fortachones.
Sabía que Robert consumía poco de sus mercancías, lo sabía porque mantenía sus músculos y una voz grave y estable, pero daba miedo cuando la bajaba. Mucho más a mí.
—¿Entendiste? —Sus bezos ya rozaban mi mejilla—. Me vale cualquier forma de pago.
Me dio el último toque y sus dedos me pellizcaron. Soltó mi cuerpo al principio de las escaleras, con una sonrisa inmensa y metiendo sus puños en su chaqueta de cuero. Mierda. Lo que acababa de vivir era lo que me faltaba. Era el comienzo del verano y tendría que ponerme a buscar a los chulos y ricos de los organizadores. Una cosa sabía, no me iban a fastidiar el espectáculo. Para eso me tenía a mí.
Abrí la atascada puerta y salí disparado hasta la barandilla que me separaba de la caída. Vi las coronillas de un montón de personas, vasos elevados con contenidos sospechosos y altavoces tan grandes que podrían derrumbar el lugar. Solté un grito agudo que me salió como un suspiro. Estaba fascinado y al mismo tiempo preocupado por que alguien se voltease a mirar. Era el único pardillo con un pase de importancia que había preferido estar antes en la tarima que detrás del escenario. Desde allí podía disfrutar de todo. Contemplaba a los integrantes embobado. Estaban tan cerca que podía dejar de imaginarme lo que ocurriría. Por fin había cumplido un sueño.
Disfruté tanto durante bastantes canciones, entre tanto barullo me había dejado la voz seca, pero sin querer llamar la atención.
Pensé que estaba la mar de seguro, hasta que empecé a escuchar golpes y carcajadas detrás de la puerta. No me moví de mi sitio, esperé sentado y con la mirada fija en los nuevos acontecimientos.
Un manotazo seco contra la madera fue lo siguiente. Como los focos no llegaban hasta mi altura tenía complicado adivinar quiénes eran. Una vez que los tuve a unos metros los reconocí, y mis ganas de salir corriendo se revolvieron en mi estómago. Con el cabello más negro y grasiento, rapado por debajo, dejando un peinado mal cortado. No tenía un cuerpo fuerte como el de Robert, pero sabía que con un puñetazo estaba en el suelo. No me sabía el nombre de los demás, no al menos los de verdad.
—¡Qué noche, princesita! —Era una mezcla entre el tabaco y haberse tragado un silbato de pequeño. Molesta y bastante chillona.
No pude retroceder y los tablones bajo mis pies hacían de balancín, así que mantuve el equilibrio.
—Hola, Eros. —Dejé caer un tono depresivo en su nombre, indicándole que estaba incómodo, aunque no lo frenase para nada.
Sus amigos se colocaron en las esquinas, observando cómo el más rico y chulo del pueblo puede gozar de un saco de boxeo personal.
—He oído... ¡Mejor dicho! Como los frikis como tú; Ha llegado a mis oídos que Robert reclama su dinero —Jugueteó con su botella de cerveza.
Al menos, ya no tendría que avisar de nada, pero saldría escaldado de la misma manera.
—Vaya, debe de estar mosqueado —Pretendí sacarle importancia en que fui yo quien les dijo dónde encontrarlo.
Caminó en mi dirección con un paso acelerado, frenándose en una columna podrida. Reventó el cristal contra ella y agarró un trozo afilado, alineándolo con mi mejilla.
—No lo sabes tú bien, mariquita. —Tenía un rubor rojo de vergüenza y apretaba los labios a más no poder—. Pero, ¿crees que a mi padre le hará gracia que gaste mi dinero en sus gilipolleces?
De sobra. Entre los cinco que eran les daba para todo el material.
—Bueno, es... Es... ¡fácil! Fijo que a tu padre no le importarán unos billetes de nada de tu próxima paga.
Por su expresión furiosa y cómo me agarró del cuello supe que el corte iba después.
—¿Crees que le he quitado poco, mariposón? —berreó contra mi nariz.
Mantuve los puños cerrados y los brazos pegados y tiesos contra el cuerpo.
—No, no sé. Podrás pedirle solamente algo adelantado...
En ese momento no estaba ni pensando, me quería librar de esa pelea enseguida.
Me dejó caer a unos centímetros entre la tarima y mis pies. Fue caminando de espaldas, haciéndole sonrisas ladinas a su pandilla.
—Oh, este niño de mamá nos cuenta cómo funciona el dinero. —soltó una carcajada, ahogada por la guitarra eléctrica—. Mira, imbécil. Quiero que hagas que se olvide de nuestra deuda.
Eros tenía alguna broma en la manga, como siempre.
Mantenía mi cuerpo petrificado, quieto en la misma tabla donde me había soltado.
Fruncí el ceño esperando la burla que me dejaría por los suelos unos días más. Mi estúpida mente se creería absolutamente todo.
—Podrías pagar con tu cuerpo, princesita. Robert es muy morboso con esas mariconadas.
Inspiré tan profundo que se me saltaron algunas lágrimas. Me trataban como moneda de cambio para sus juegos. Siempre intentaban librarse de sus bromas o sus delitos. Nunca aceptaba, jamás afirmé ser el dinero que necesitaban. Me sentía sucio por alguna parte, puede que en el alma.
Quedé paralizado, esperando a que me hiciese daño para dejarlo grabado en mi mente, como las últimas veces.
—Sabes que no lo haría. Déjame en paz —contesté, posicionando mi lengua entre mis dientes.
Ya tenía un pie en la tumba.
Se acercó lentamente, como si me estuviese acechando. Su cara parecía explotar de lo furioso que estaba, pero las luces lo disimulaban. La gente se estaba divirtiendo y bailando con frenesí, sin siquiera saber que tenían a gente sobre sus cabezas. Eran emociones completamente opuestas.
—¡Voy a acabar con tu puta vida, maricón! —Me apuntó con su dedo deprisa, a la misma velocidad que se abalanzaba sobre mí.
Cerré los ojos por inercia, un poco antes de tenerlo contra mi frente. No había oído nada más, no de la pelea. ¿Estaba en el cielo? ¿En el cielo suena mi banda favorita?
Cuando dejé de apretar los dientes, me di cuenta que un chico alto y rubio había interrumpido en la escena. Cargaba consigo una tabla de madera bastante gruesa, la cual había agarrado hasta llegar cerca de nosotros.
—Eros, deja de hacerte el idiota. Déjalo en paz.
Eros había sonreído de forma sarcástica, clavando su mirada en él. No sabía ni a qué lado tenía que prestarle atención.
—A ver, querido superhéroe. Nadie te ha llamado, nadie te necesita.
Lo decía mientras agitaba el cristal entre sus manos. Tenía miedo de que se lo lanzasen a él por entrometerse. Quería decirle que tuviese cuidado, pero estaba inerme. No me sostenía ni en mis propios pies.
—Lo siento mucho, pero tenéis que dejarlo en paz —Ladeó su cabeza con tranquilidad, girando el tablón por detrás de su espalda-. Ya he llamado a la policía.
—¿Que has hecho qué, enfermo?
Sabía que la situación se nos iba de las manos. Estaba a punto de atravesarlo con el vidrio. No quería presenciar una cosa tan horrible como esa.
—Mi padre no tardará en llegar, Eros.
—¡A este me lo cargo!
Vi como el chico de pelo rubio me sonreía por encima de sus cabezas y me señalaba. Soltó el tablón con rapidez mientras los matones lo intentaban esquivar, haciendo que se echasen cara atrás. Eros se había vuelto a posicionar sobre las mismas tablas de madera, separando por completo sus piernas.
—¡Ahora, Marco!
Cuando escuché mi nombre ya no pude centrarme en mucho más. Había obedecido a aquel chico sin ninguna duda e ignoré todo lo demás.
Salté sobre mi propio sitio y eleve la madera hasta clavársela en la entrepierna. Solté una risa efusiva. No podía creerme lo que acababa de provocar.
Eros se encontraba sollozando en el suelo, con sus manos sobre sus partes íntimas. El chico pateó el trozo de cristal para luego tenderme su mano.
—¡Corre, Marco!
Salí delante de él. Algo en mi pecho no paraba de moverse sin sentido. Creía que eran los latidos de mi corazón, pero a los segundos se intensificaron las ganas de vomitar.
Bajé las escaleras agarrado a la blanquecina mano del rubio. Podía oler su colonia cara incluso pegado a su nuca, por debajo de su pelo liso y caído por sus costados. No lo tenía tan corto como yo, pero no le pasaba de las orejas.
—¿Puedes caminar más rápido? Por favor. —Lo decía con un tono molesto, y lo comprendía. Nos estaban pisando los talones.
Se echó el pelo cara atrás, despejando su vista. Me empujó hasta la multitud de gente y vi cómo perdíamos a Eros y a su grupito.
—Pégate a esta tabla.
Nuestras manos sudaban a mares. Tenía la sensación de que era yo quien estaba nervioso. Su tacto era suave y sus dedos eran tan largos que me podía envolver la mano por completo.
Él no se inmutó de que estaba temblando. Apretó mi piel con fuerza. Pensé que podía fijarme en la música, pero volvieron a aparecer nuestros perseguidores.
—¡Allí están! ¡Atrapadlos! —La voz chillona de Eros retumbó por encima de la multitud.
Nadie le hizo caso. Para las demás personas esto era ajeno.
El rubio tiró de mi cuerpo hasta pegarme a su espalda. Su sudadera gris le llegaba hasta su cintura y sus vaqueros marinos le hacían una cintura bastante pequeña.
Movió una pequeña cortina rajada y vieja, escabulléndonos por detrás del escenario. Apartó a los demás organizadores y abrió la puerta trasera sin dificultad. Miré cara atrás esperando a que dejasen de seguirnos, pero no lo hicieron.
—¿Quieres saltar? —preguntó desquiciado, alargando su brazo para ayudarme a salir.
No tenía otra opción. Me dejé caer en sus brazos, los cuales acariciaron mi piel cuidadosamente. Sus ojos verdes se bajaron hasta mis labios, y yo no pude evitar hacer lo mismo. Tenía mis dedos posados en sus anchos hombros. Percibí que se tensaba por mi contacto.
Rápidamente me deslizó hasta tener mis pies sobre la tierra húmeda.
—¡Joder, la pasma!
Las luces azules bañaban el aserradero por el exterior. Dos coches habían aparcado enfrente y le preguntaban al segurata cuál era el equipo organizador.
—¡Nos volveremos a ver, pardillos!
Ya no les prestábamos atención. Bajábamos el pequeño montículo de barro hasta adentrarnos en el bosque.
Mis Vans se cubrieron de marrón y tenía mi cuerpo completamente empapado en un sudor frío. Me acababa de salvar el hijo del sheriff. Estaba, obviamente, impresionado.
Seguimos caminando entre las sombras, aún con nuestras manos entrelazadas. Empezó a reírse en voz baja, causando que me preocupase.
—¿Estás bien?
Él tardó en parar de reír. Luego se incorporó para sacarse el pelo de la cara y asentir decidido.
—Acabamos de escapar de los matones del pueblo. ¿No es emocionante?
Comprendía su adrenalina. Al fin y al cabo, era él quien me había salvado.
—Bueno... —Coloqué mis manos en mi espalda, confuso—. Ha sido, ¡aterrador cuanto menos! ¡Podrían habernos matado!
Él se echó cara atrás y empezó a soltar carcajadas mientras se agarraba el estómago.
—¡No tiene gracia!
Frenó en seco en modo de broma, pero al ver mi cara completamente roja y con los labios abultados volvió a romper a reír. Cuando acabó, se secó las lágrimas y siguió su caminata.
—Me alegra verte, Marco.
Inspiré aire furioso. No estaba furioso, no enfadado. No sabía cómo me sentía después de todo. Él no tenía ninguna culpa.
—Yo también me alegro, Ellias.
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Aurora (𝘈𝘶𝘳𝘰𝘳𝘢)
Roman pour AdolescentsMarco Sawyer es un chico tímido que lleva sufriendo estos últimos años la peor etapa de su vida; la muerte de su padre, el bullying en su último año de instituto, la ruptura con su novio... Se siente desolado y no tiene ganas de seguir adelante. H...