Me pasé las manos por la cara con disgusto. El sol entraba golpeando las ventanas de mi habitación. Tenía el pelo pegado a la almohada y lo sentía pegajoso. Alcé la cabeza, pero aún estaba demasiado dormido como para saber lo que era. Pegué mi nariz a ese olor tan extraño y le pasé los dedos por encima. Cuando me di cuenta de lo que era abrí los ojos tan rápido que un rayo de luz hizo que me cegara.
—¡Me cago en la...! —Salté de la cama en un intento de asqueo, en el cual, salí rodando aprisionado entre las sábanas.
Había babeado mi almohada. Pasé mis manos por la barbilla y me empezaron a entrar arcadas. ¿Por qué olía tan mal?
Recordaba llegar perfectamente ayer a casa. Había cogido mi llave de repuesto bajo la maceta y subí las escaleras sin hacer ningún ruido. Mi madre no se había enterado de que había salido, aunque le había hablado del concierto varias veces.
Me deshice de mis amarres como pude. Salté de nuevo a la cama y me quedé de rodillas pensando. Observé las fotografías de mi pared, las cuales se sostenían con un cordel de pesca. Había una cara conocida entre ellas. La había visto esa noche. Sabía que no fue un sueño. El hijo del sheriff me había salvado de una muerte segura.
Ellias había vuelto a la ciudad. Debía contárselo a mi madre.
Tiré el edredón una vez más y salté por encima de él, cayendo justo en el borde. Me agarré al escritorio y me puse de pie otra vez. Deslicé los jeans por mis piernas y me puse una camisa de cuadros azules que no abotoné.
—Nada va a salir peor que todo esto —Me convencí mientras rebuscaba en mis bolsillos mi teléfono.
Salí al pasillo. Lo primero que hice fue olisquear el olor a bacon que procedía de la planta baja. Mi madre ya estaba despierta, y eso significaba contarle muchas cosas. Di zancadas hasta el comienzo de las escaleras, alejándome de ese horrible papel de pared de flores. Los escalones sonaron acorde con mis pisadas. Estaba recordando las canciones que había escuchado aquella noche estrellada. Me puse a bailar sobre la madera. Imité los gritos del vocalista.
—¡Marco! ¡Las escaleras no son un tambor! —Chilló mi madre.
Incluso con los ojos cerrados podía decir que me estaba señalando con las pinzas desde la cocina.
Hice un redoble de tambores con mis manos y salté desde el último escalón hasta el sofá.
—¡Madre, Marco! ¡Tienes suerte de aún no abrirte la cabeza!
En eso tenía razón. Era una cosa que seguía haciendo y, para lo torpe que soy, todavía no tenía ningún accidente. Hablar de la cama era otro tema.
Me levanté sobre mis hombros y miré la hora en mi teléfono. No tenía ningún mensaje. Aún. Le había dado mi número a Ellias antes de cruzar el puerto. Esperaba que se acordarse de llamar.
Quedé mirando la pantalla mientras encontraba las palabras perfectas para decirle a mi madre que había salido.
—Mamá, ¿te acuerdas del concierto del que te hablé? —pregunté rascándome la nuca. Ni siquiera quería ver su mirada cuando me gritase.
—¿Te lo pasaste bien?
Lo había dicho con un tono dulce. En ese momento pensé que era como los cantos de las sirenas, quería delatarme y ver cómo me comía la culpa sin que le dijese nada.
—No, no. ¡Al final le di plantón a Derry!
—¿Ah, sí? No me lo puedo imaginar.
Levanté la cabeza con una mala sensación. No podía seguir escondiéndome del destino.
Lo vi sentado junto a mi madre. Sentí que el corazón se me salía.
—Podrías saludar a tu amigo.
—¿Qué hace aquí? —pregunté con sorpresa.
Confirmaba mis sospechas. No había solo soñado y babeado por Ellias, había vuelto al pueblo.
Ahí estaba. Con su melena despeinada, chorreando por sus puntas doradas. Llevaba un polo verde, acompañado con unos pantalones cortos. No podía no fijarme en sus piernas, sus músculos se marcaban con placer. Era, en su totalidad, perfecto.
—Hola, Marco. —respondió sonriente.
—Podrías ser más amable, hijo.
Sinceramente, no sé si quería ser amable. Estaba avergonzado. Faltarían unos pocos segundos en ponerme rojo. Sólo pude abotonar mi camisa.
—Hola, Ellias.
Me sentía observado de todas las maneras. No me había llamado, se había presentado en mi casa sin decir nada. Ante todo, era esperanzador, pero no me sentaba bien por dentro.
Pillé una silla a su lado y esperé a que se llenase mi plato. Deparé en el suyo por casualidad. Había desayunado con mi madre.
—Parece que ayer tuvisteis una noche movidita.
Me hubiese gustado que lo supiese por la cantidad de personas que salieron de allí tan tarde, o los periódicos. No se daba el caso.
Lo miré sorprendido. No podía haberle contado que tuve un encuentro con Eros. Mi madre ya estaba lo suficientemente preocupada.
Él sonrió aún más amplio y se masajeó la nuca, goteando sobre sí mismo.
—Solamente... —El rubio me tocó la pierna cuando mi madre se dio la vuelta. Negó con la cabeza e hizo la seña de una cremallera sobre sus labios—. Disfrutamos del espectáculo.
Había sentido calor y escalofríos. Su tacto ya no era el mismo. Me había colorado, pero él se notaba más frío. Su toque había sido más helado y directo que la última vez.
—¿Qué más ibais a hacer? —En los ojos de mi madre estaba la angustia, aunque no lo dijese directamente—. Bueno, a comer. ¡Ya sois dos adultos!
Odiaba cuando mi madre se ponía nerviosa por mis problemas. Al fin y al cabo, ella no tenía la culpa de que fuese un desastre. Intentaba emocionarse por cosas atípicas.
—Supongo que la universidad es nuestro próximo destino —Lo dijo tan convencido que no pude evitar ruborizarme.
Me había olvidado de ese detalle.
—Yo no...
No es que fuese malo para los estudios. No tenía nada que ver el dinero. Mis sueños estaban por encima de todas las demás circunstancias.
Ellias no pudo ocultar su asombro. Tuvo que preguntarme el porqué, pero estaba demasiado despistado (por mi propio bien). Mi madre alzó la voz por mí:
—Él quiere ser poeta. Quiere tomarse un tiempo para expandir su talento.
Lo exponía como si fuese alguien especial. De aquella no tenía nada que mostrarle al mundo. Eso no quitaba que para mi madre fuese lo más especial de su vida.
—Está bastante bien... —Lo dijo calmado. Lo comprendía, pero no lo aceptaba.
Me dolía decepcionar a la gente, fuese quien fuese. Ellias seguía significando mucho para mí. Él me comprendió en los momentos difíciles, y también me dejó en los peores.
Comí sin decir nada. Mi madre se vistió con su uniforme y dejó su bolso preparado en el baño. Lavé mi pelo debajo del agua y dejé que se acomodase libremente. Tenía el grifo por encima, los hilos finos resbalaban por mis mejillas e intentaba respirar pausadamente. Me estaban comiendo los nervios. Ver su cara me devolvía a cuando todo empezó a ir mal, y se había ido sin más. Ni lo había lamentado.
Me estaba cepillando los dientes cuando decidió entrar. Dejamos a Ellias esperando en el salón. Podía sentirse en su casa, porque estaba demasiado vacía. Nunca fuimos muchos y uno más no hacía daño. Habíamos crecido juntos a fin de cuentas. Él era el deportivo y yo su admirador. Creí que jamás había cambiado esa imagen. Daba igual dónde y cómo estuviésemos, yo no era el importante.
Mi madre se coló con apuro y cerró la puerta tras de sí. Fue en ese momento en el que me giré que supe que venía la charla.
Me enjuagué y me senté sobre la tapa del inodoro mientras la miraba con atención. Se apoyó contra la pared, con sus brazos cruzados.
Expulsó sus labios hacia fuera en intento de hacer memoria.
—Deberías decirme lo que pasó anoche.
Mi madre era joven, pero no tonta. A sus cuarenta años podía hablarme de millones de cosas, tanto de culturas como de ciencias. Ella tenía muchas facetas. La más importante era la de madre, y se le daba de fábula.
En la punta de la lengua estaba la descripción perfecta, incluso cuando cerré los ojos por miedo, pero no di esa versión. Quería ir al grano, expandirme en otros temas.
—¡Mamá, lo de siempre! Soy el maricón y bicho raro de todo el pueblo, todo el mundo me señala.
Quise sonar natural. En realidad, los nervios me comían y se visualizaban de lejos.
—Cariño, es un lugar pequeño. No tienen nada más de lo que hablar. —Le dio un manotazo a sus rizos azulados y me acarició la coronilla—. Pronto tendrán algo más de lo que hablar.
Quise creérmelo. Quería tratarlo con sinceridad, me dolía y no podía hacer otra cosa. Sabía que mi madre tenía la misma rabia que yo. Le escocía mucho más de lo que dejaba ver. Ella sufría al sonreír, al ignorar a esas personas tan repelentes. No iba a llorar enfrente de su hijo el odio y el asco que nos tenían. Eso era solamente por tener un gusto diferente.
Ella sería lo suficientemente discreta conmigo. Me amaba con locura como para hacerme daño por algo que no pensaba. Quería lo mismo que yo, que me dejasen tranquilo y vivir.
—Llevan así un año, ¡nunca pararán!
—Marco, tú les das el poder de que te hagan daño. Sabes que vales mucho más que eso, hijo.
Siempre me comía la cabeza por estas cosas. El único que se lastimaba era yo.
Salió del baño a las prisas. Había dejado un beso en mi frente y una libreta sobre las palmas de mis manos. Leí la nota que tenía pegada sin entusiasmo.
Me había quedado seco de la angustia. Quedaba sin voz y llanto para lo injusto que era. Lo que más quería gritar seguía ahogado en mi interior. Nadie debía comprenderlo tan bien como yo. Otra vez habíamos ignorado el tema más importante.
Ver a Ellias preocupado por mí cuando me lo encontré de frente fue como un balde de agua fría. Que me sonriese me lastimaba, me hacía sentir inútil.
Pude ver cómo escondió el mando de la televisión detrás de su espalda y la apagó con discreción. Se levantó de un salto y me prometió esperar fuera mientras recogía mis cosas.
Le eché un último vistazo a mi habitación antes de salir y me percaté de que no tenía nada bueno para contar. Era siempre la misma tristeza. Seguía teniendo ese sofoco en el pecho que llevaba más tiempo que yo viviendo. No tenía nada bonito para escribir y, eso, era lo más habitual. Así que dejé la pequeña libreta en mi escritorio.
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Aurora (𝘈𝘶𝘳𝘰𝘳𝘢)
Teen FictionMarco Sawyer es un chico tímido que lleva sufriendo estos últimos años la peor etapa de su vida; la muerte de su padre, el bullying en su último año de instituto, la ruptura con su novio... Se siente desolado y no tiene ganas de seguir adelante. H...