C11: Las manchas son rojas

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    Luka y yo empezábamos a tratarnos de forma diferente. Cada vez éramos menos asustadizos, más espontáneos y para nada tranquilos. Manteníamos una relación secreta, a ojos de muy pocas personas; porque a pesar de que nuestros padres lo intuyesen, no decían nada. Nuestros amigos lo sabían, incluso nuestros enemigos, y eso era lo que más pavor me daba. Luka seguía sin importarle, pero sabía que algo grave pasaría tarde o temprano. Él se quería hacer el desinteresado y procuraba no meterse en líos. Y bastante bien que lo conseguía, sino fuese por mí. Yo era el causante de todos sus problemas, de sus discusiones, de sus dolores de cabeza, de sus ataques de ansiedad y no tenía ni la más remota idea de qué hacer. Él me suplicaba que no lo malinterpretase, que estaba pasando por un periodo de angustia y que su padre cada vez era más insoportable. De alguna manera, no me creía ninguna de aquellas explicaciones. Seguía pensando que el insoportable era yo.
    Cada vez que me ponía tonto de aquella manera él dejaba de colarse por la ventana, ni siquiera timbraba (que era una cosa muy peculiar); esperaba a que apareciese en su habitación, tumbado con un ramo de amapolas junto a su mesilla, dispuestas a ser mi regalo. Lo hacía para que me enterase de lo estúpido que era el sentimiento de rechazo que me generaba a mí mismo. Él nunca me había dicho que no, ni siquiera cuando lo obligué a ver mis películas favoritas. Demostraba que podíamos con todo. Aunque teníamos unos límites.
    Era cierto que ya no presenciaba tantas pesadillas, pero cuando las tenía, mi cuerpo daba un vuelco por completo. Me levantaba con ganas de vomitar y con los ojos repletos de lágrimas. Solían ser del día del accidente, mas cada vez eran mucho peores. Ya no sólo veía a mi padre bajo el fondo de aquel profundo y tenebroso mar, ahora Luka también poseía un cargo en mi imaginación. Ver sufrir a las personas que me devolvían la felicidad me dejaba tocado. A veces sudaba, otras veces ya despertaba con cada centímetro de mi piel empapado; luego comencé a tener mareos, jaquecas demasiado fuertes que ni siquiera tomando aire fresco se esfumaban; llorar desconsoladamente hasta estar cansado, rezando para llegar a la mañana siguiente. Lo último fue tener insomnio. Escuchaba a Luka caer rendido, rodeándome con sus brazos, pero ni aquello me tranquilizaba. Intentaba no sollozar, ni producir ningún ruido que pudiese despertarlo. Me estaba volviendo cada vez más raro y la gente lo notaba. Mi madre no sabía ni cómo hablar para no hacerme sentir peor. Ella adoraba a Luka, pero muchas veces deseaba que no hubiese aparecido para no desencadenar tales sueños. Tampoco estaba comiendo mucho. Había bajado once kilos en una semana. No quería hablar de aquello con nadie. Luka a veces sacaba el tema, acabando por convencerme y comiendo un poco de su plato. Tampoco me convencían mis camisas. Estaban al fondo del armario y yo, sin ninguna timidez y sin pensarlo dos veces, empecé a llevar las sudaderas de mi novio. Tenía su olor, su esencia y yo me sentía en las nubes. Pero sabía porqué me las ponía, también porqué dejé de ir al club de surf; no podía dejar de pensar en el océano y el pánico a la gente.
    Ellias venía a comer de vez en cuando, a veces venía con Cosme. No me había disculpado directamente con él por haberle sacado un tema tan delicado a su pareja, pero parecía no importarle. Él hablaba habitualmente con Luka. No sabía muy bien de qué, pero cuando me miraban me sentía intimidado y criticado. No me veía tan delgado, no como ellos decían. Se me notaban los huesos y aquello era genética. Estaba convencido.
    Había visto a Derry a lo lejos por el pueblo. Oí que fue a bastantes fiestas aquel verano, inclusive a las de Eros. Aquello lo encontraba bochornoso. Aunque ella no se acercase mucho a él y tampoco es que tuviesen una sólida amistad, se sentía repugnante la idea de tener a alguien en común con aquel cabezahueca.
    Después del cumpleaños de Cosme lo empecé a ver más seguido. Esperando a la salida del bar de mi madre, junto al club, en las tiendas, en la biblioteca y en mi mente, por supuesto. No había sido capaz de olvidar aquel día sobre la tabla, con los muslos mojados y los pies flotando a cortos metros. Cuando quise volver a la realidad tenía los oídos taponados, agua salada en la laringe y en mi conducto respiratorio. Podía sentir aquella sensación en cualquier sitio y momento.

Aurora (𝘈𝘶𝘳𝘰𝘳𝘢)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora