23/9/19No recuerdo tenerle miedo a nada. Hasta que apareciste.
No recuerdo soltar carcajadas por nada. Hasta que apareciste.
No recuerdo dejarme la garganta por nada. Hasta que apareciste.
No recuerdo abrazar tan fuerte a nadie. Hasta que apareciste.
No recuerdo querer abandonar nada. Hasta que apareciste.
No recuerdo ser odiado por nadie. Hasta que apareciste.Para mí, eso eran las paredes de tu casa.
Para mí, eso eran tus lugares favoritos.
Para mí, eso era el aire que respirabas.
Para mí, eso eran tus melenas al absorber el agua salada.
Para mí, eso eran las personas a tu alrededor.
Para mí, eso era lo que decían tus hojas escondidas en tu habitación.Sacar las cajas por la puerta principal. Me quemaba.
Salir a ver las vistas de tu ventana. Me quemaba.
Subir las escaleras hasta tu antiguo cuarto. Me quemaba.
Sentir tu aroma marino en tus pertenencias. Me quemaba.
Saber que no volverías de ninguna de las maneras. Me quemaba.
Sentar nuestras promesas aquí fue un error, y me ardía.Aún así, podría vivir sin pensar en ellas. También lo prometí.
Había subido las escaleras con un andar relajado. Cada peldaño se me había hecho insufrible, matador y desgarrador. El corazón me fue a miles de pulsaciones, y ni siquiera podía escuchar otro sonido. La piel se me erizó, a pesar de que iba con una bufanda al cuello y un abrigo largo hasta los tobillos. Hace un año hubiese llevado una de mis sudaderas, pero es que las había vendido todas, y otras me habían desaparecido del armario antes de que me diese cuenta.
Su tacto recorriendo cada centímetro de poliéster que ocultaba mi tez. A los pocos segundos, era él quien lo llevaba puesto. Su olor aún estaba impregnado en mi memoria, él era una kalopsia. Al estar separados comprendí muchas cosas, y empecé a entender su obsesión por los libros y la música. La forma de escribir y cómo las palabras parecen huecas hasta que la persona les da un significado. Porque, para él, mucho tiempo fui poemas que había escrito y después sus sentimientos más profundos florecieron. Yo había sido su musa. El sentimiento de viraha, de amarlo mucho más cuando me di cuenta de que lo perdía. Su voz era un melifluo, en su persona encontré un wabi-sabi por nuestro amor. Este último año había hecho lo posible por hacer todo con un espíritu sereno, dejando que todo tomase su tiempo, haciéndolo con meraki.
Había aprendido todo aquello al enamorarme, al esperar por su recuperación, acompañándolo a rehabilitación, pero luego el mundo se nos vino encima otra vez.
Llegó el día del entierro. Consumo excesivo de pastillas. Su garganta se obstruyó y sus pulmones se llenaron de agua. Murió por causa de ahogamiento, en casa, en soledad. Mi padre pagó todo. Vendió el viejo coche y se compró un pequeño Smart, ahora no se movía mucho. Pasamos una gran temporada con las persianas corridas, sin salir de casa, únicamente a por comida. Volvíamos los fines de semana a Pockterneis, yendo al psiquiátrico para hacerle compañía. Al menos, sentíamos un gran alivio viendo cómo parecía estar mejorando por todos nosotros. La noticia no le sentó bien, pero supimos que su reacción más extrema fue dejar de comer. A aquello estábamos acostumbrados, aunque a las dos semanas volvió a recuperarse e incluso con mucha más facilidad que la de antes. Al darle el alta volvimos a su casa. Ya habíamos movido muchos muebles, incluso por no estar presentes por mucho tiempo algunos se habían podrido y los tiramos antes de que el sitio se hiciese inhabitable para venderlo. Empacamos todo y dejamos solamente las habitaciones, el comedor y el salón. Me pasé horas arrancando el papel de pared que había estado limpiando una noche entera con lejía, aunque el rojo de la sandía no salió nunca. Descolgamos todos los cuadros y nos guardamos las fotos en otras cajas. Los marcos estaban demasiado usados y realmente eran de una madera tan antigua que ya no pegaba con nada. Pinté cada centímetro de pared de un color hueso horrible, pero al menos hacía que todo pareciese mucho más amplio, o ese era el aspecto que le daba a mi padre al verme vestido en mi mono azul marino en medio de la habitación, observando cómo me estaba quedando.
Habíamos hecho todo aquello para poder abandonar Kaba, para irnos lejos y nunca volver. Me había pillado una beca al otro lado del charco, en una universidad de Nueva York, una pública que no tuviese que exigirle a mi padre comer por menos uno, o así lo decía cuando bromeábamos sobre partir al extranjero. Marcharíamos solos, dejando todos los recuerdos atrás, pero prometíamos, si era posible, pasar las Navidades juntos en familia.
Acabé de escribir el último poema de Aurora cuando tocaron a la puerta de la antigua habitación de Marco.
—Aquí estás... Pensé que te dejábamos como espantapájaros en la ventana.
Solté una corta risa y le acerqué el libro hasta el pecho.
—He escrito un pequeño poema, espero que no te importe.
Él alzó la libreta en lo alto y la volvió a bajar, observándolo con admiración durante todo el progreso.
—Hace un año que no la veo, pensé que la habríais tirado, o perdido...
—Marco, nunca me desharía de Aurora antes de preguntarte por ella. Además, me la he releído millones de veces, al igual que tu estantería.
Él esbozó una amplia sonrisa de oreja a oreja y me cogió un mechón de pelo para ponérmelo detrás de la oreja. Había crecido. Realmente, no mucho en altura, sino en constitución. Tenía mucha más grasa y sus huesos ya sujetaban la carne que precisaban. Había estado ejercitando sus músculos el doble para que no quedasen entumecidos y mucho menos, inservibles. Había pasado de los treinta y nuevo kilos a los sesenta y siete. Marco justamente no era una persona baja, pero yo media casi unos ciento noventa centímetros y él quedaba diez centímetros abajo, haciéndolo ver mucho más blandengue. Mas eso era antes, ahora era una persona completamente nueva. Sus ojos brillaban con intensidad y no parecían morirse en el acto. Podía doblarse por completo sin sentir que un hueso era capaz de romperse y, además, había dejado de teñirse el pelo y al entrar en la primera revisión de psiquiatría se rapó el pelo. Le había crecido de un tono marrón clarito y a mí me recordaban a sus ojos contemplando el sol, a su hormiguero en erupción en el puente de su nariz y en los lunares ocultos en los huecos de su piel que solamente yo conocía.
—Mientras no te leas mis expedientes...
—Corazón, leerme tus expedientes no hará que te quiera menos, sino amarte mucho más y con locura.
—No sientas pena por un enfermo, Luka. Te lo dijo la enfermera.
Al principio me había parecido estúpido aquel sermón que me había tragado por su parte, pero luego lo comprendí. A ningún enfermo le gusta que le miren con ojos llorosos y con sonrisas falsas cuando todo el mundo en su cabeza está pensando que no va a durar mucho, que dentro de poco la luz de su interior se fundirá. Y puede que tuviesen razón, pero el enfermo nunca pretendía estar así y mucho menos que la gente sintiese lástima en su último encuentro.
—Ninguna pena, solamente amor puro. Lo sabes perfectamente, Marc.
Creo que empecé a llamarlo así cuando pude hacerle su primera visita en el cuarto mes. Me lancé a sus brazos y me agarré de su cintura hasta que se arrodilló a mi altura y me suplicó que me levantase porque dejaría todo el suelo encharcado con mis lágrimas. Y fue cuando susurré su nombre tantas veces que las tres horas se me hicieron cortísimas porque me había quedado sopa por un minuto y él dormitó hasta que lo llamaron para una prueba y lo animé desde el otro lado del cristal. Él sigue sin admitirlo, pero que yo me mostrase y le estuviese dando ánimos y cariñosa hizo que aquella prueba se le hiciera sencilla.
Él dejó a Aurora en la cómoda al lado de su cama y pasó sus brazos por encima de mis hombros y posó sus palmas en mis mejillas.
—Eres el hombre más maravilloso que he conocido, Luka Green.
—Eres el hombre más perfecto que he conocido, Marco Sawyer.
—Dejaré a Aurora, aquí. Quien venga tendrá la suerte de encontrarse con ella, y puede, solamente puede, que tome la misma decisión que yo y escriba sobre su amor.
Tomé unos cuantos pasos hasta ponerme a su altura y abrazarlo por la cintura.
—Ay, el amor... Vuelve loco a cualquiera.
—A mí me hizo cuerdo —Giró todo su cuello para mirarme a los ojos, quedándose embobado con su profundidad y la intensidad de su brillo.
¿Ya he dicho que su cara me hacía olvidarme de mis problemas?
—Bueno, a mí me trajo hacia ti.
Salimos por la puerta con las ultimas cajas llenas de libros. Él sostenía dos y yo solamente una, noté que estaba feliz por poder hacer ese esfuerzo. Mi padre nos esperaba apoyado en la puerta de su coche, con los brazos cruzados y una sonrisa sincera que hacía que mostrase todos los dientes.
Marco le respondió el gesto con lo mismo.
—¡Ya estamos, suegro! —Rompió a carcajadas mientras dejaba todo en nuestro coche.
—¡Alabado sea el señor! Es un dicho, chicos... —Nos señaló excusándose.
Sabía que no éramos católicos, él tampoco sinceramente.
—No se preocupe, señor Green. No nos importa...
Cerré la camioneta cuando tuvimos sujetado todo y comprobé que ninguna tapa fuese capaz de levantarse. Pero debí fallar al hacerlo, porque al encender el coche y arrancar, una caja salió disparada hasta estrellarse contra el suelo y el sonido hizo que Marco y yo girásemos la cabeza unos ciento noventa grados con miedo. Nos miramos con los ojos totalmente abiertos y cogimos la manilla del coche con delicadeza para salir cada uno por su lado. Marco se acercó antes que yo y se agachó para coger lo esparcido.
—¿Qué fue? —pregunté parado desde mi sitio.
El silencio me desconcertó, porque Marco ahora no se callaba nada de lo que pensaba, al contrario, estaba orgulloso de decir lo que sentía y cómo lo hacía.
—¿Marco?
—Nada, nada. Fueron las fotos de mi madre.
Cassandra. Cassandra nos había dejado en un abrir y cerrar de ojos, después de ir a visitar a Marco un día a la consulta. Mi padre lo presentía, presentía que Cassandra había dejado su medicación, hasta que decidió tomarse todo el bote de una. Había hecho ya la decisión y no podía seguir soportando el dolor de ver a los dos hombres que más quiso acabados, dañados y destrozados. Marco debió suponerlo. Cuando preparamos el entierro y, él no pudo venir, no se molestó. Nos avisaron que pasó una noche pésima y se extendió a unos días posteriores, pero nada más.
—¿Te ayudo a colocarlas, Marc?
—No, ya está listo.
Se volvió a sentar a mi lado. Miró al frente y se colocó el cinturón sin perder de vista el horizonte. En sus ojos se expresaba la sensación de nostalgia, de cariño y tristeza; entendía que tenía que marcharse y nos había comunicado su decisión de irse lejos unas semanas atrás. Preparamos todo, guardamos lo necesario y nos deshicimos de lo que nos causó dolor. Estados Unidos, aquel había sido su deseo, cruzar el océano y empezar de nuevo, conmigo. Convertirnos en dos personas renovadas y con unos sueños por cumplir. Organicé todo y le hice la promesa de que no se preocupara por nada. Contacté con una editorial en Nueva York, les mandé a Aurora y también el pequeño relato que escribió Marco sobre nuestro verano, escrito en sesiones de actividad libre que le propuso una de sus enfermeras. Cuando me llamó supe perfectamente que tenía que conseguir que me publicaran este libro.
Así es cómo fue posible que Marco pudiera enseñarle Aurora al mundo y pudiese contar su historia. En las páginas, en los poemas, siempre guardó un recuerdo de la gente que fue conociendo.
—Todo está listo. Luka, vámonos a casa...
Arranqué, y aunque pareciera que iba sin rumbo y no tuviera muy claro cuál era mi destino, sabía dónde tenía que terminar si lo tenía a él al lado.Porque Marco, no era un problema sin solución. Había sido una solución para miles de problemas. Y siempre, siempre, siempre, siempre quise quedarme con él. La Navidad, Año Nuevo, su primera publicación, su primera entrevista, nuestro aniversario, nuestra primera mascota (un San Bernardo llamado Peluche), nuestra boda y la adopción de nuestra hija Cassie. Cuando Cassie cumplió los dieciocho se marchó a recorrer el mundo, y en una postal nos mandó una foto de Kaba. Salía ella, sonriente, con un chico pelirrojo natural más alto que ella que se le había declarado una hora antes de coger cada uno su avión de vuelta a casa. Los dos le dijimos que aquel suceso había sido su primer poema de Aurora. Ella no lo entendió hasta que Marco le mostró todos los poemas de su libro con cada significado, y ella comprendió que sus poemas eran fotografías. Sus sueños se convirtieron en imágenes, y aquel chico estuvo con ella. Los dos se mudaron a Canadá, y nosotros nos marchamos de Estados Unidos al año siguiente. Cumplimos sesenta años, y empezábamos a notar que aún nos quedaba comernos el mundo. Yo dejé de enseñar literatura en universidades y me marché con mi marido a recorrer paisajes que nos mandaba nuestra hija. Completamos todo su álbum y Marco escribió un poema debajo de cada foto. Finalmente, enfermé a los ochenta y dos años de vuelta y volvimos a Kaba. Veronika había muerto hace cincuenta años y nos había heredado su hogar en su testamento, pero nosotros se la habíamos regalado a Derry. Derry falleció ese mismo año, y sus hijos ya estaban viviendo en sitios diferentes, por lo que volvieron a contactar con nosotros. Ellias y Cosme vivían en Nueva Zelanda y los dos aún estaban para vivir veinte años más. Nosotros habíamos tocado fondo, pero vivimos sesenta y cinco años juntos.
—Supongo que es un adiós, mi corazón.
Pillé entre las puntas de mis dedos arrugados las mechas platinas de su cabellera, la cual caía sobre su frente blanquecina.
—Es un «nos vemos ahora»... Sabes que no podré dejarte ir.
Intenté interrumpirlo, pero no me dejó.
—Diste tu vida para tenerme para siempre. Ahora, doy la mía para seguirte para siempre.
Nos tomamos su vino favorito, aunque con la mezcla de pastillas no sabía para nada apetitoso.
—Terrible.
—Sí —estallé a carcajadas—, pero es justo lo que necesitaba.
Descansó contra mi pecho y poco a poco fui notando cómo su respiración se fue haciendo más lenta hasta que frenó por completo. La vista se me empezó a nublar y las lágrimas invadían mis ojos, y rechacé por completo la sensación de sentirme culpable.
—Nos vemos pronto, Marco Sawyer.Y cumplí mi promesa, me quedé siempre junto a él.
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Aurora (𝘈𝘶𝘳𝘰𝘳𝘢)
Teen FictionMarco Sawyer es un chico tímido que lleva sufriendo estos últimos años la peor etapa de su vida; la muerte de su padre, el bullying en su último año de instituto, la ruptura con su novio... Se siente desolado y no tiene ganas de seguir adelante. H...