C5: El mar se traga todo

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    Regresé a casa tarde. Comí en el bar donde trabajaba mi madre, aunque ya no me crucé con ella. La encargada me dijo que al terminar su turno regresó a nuestro hogar. Pude confirmarlo cuando vi el coche y la gran ventana iluminada, incluso con la larga cortina que me bloqueaba la imagen del salón. Tuve que frenarme dos veces, recapacitando si era yo que veía borroso o me había pasado con dos cervezas. Pestañeé las veces necesarias, hasta divisar otro coche. No era el nuestro, lo sabía porque era caro, negro y estaba al lado del de mi madre.
    No veía ninguna luz encendida, tampoco notaba movimiento, la casa seguía como siempre. Abandonada. Desde que nací, jamás había vivido nadie allí. Mis padres compraron la casa en el puerto por una razón, trabajo y edad. Eran bastante jóvenes, ellos dieron años por mí, nunca les gustó el centro del pueblo para vivir. Tampoco nos teníamos que preocupar de nadie más, éramos nosotros tres...
    Alcancé el pomo de la puerta y lo giré rápidamente, encontrándome con mi madre tumbada en el sofá.
    —Hola, cariño... —Levantó su brazo para saludarme.
    En la televisión de tubo estaban echando un programa de concursos. Era su favorito, lo veíamos juntos por la semana, conocíamos los horarios de memoria.
    La frené en seco antes de que dijese algo más. No estaba pensando con claridad.
    —¿Te has comprado otro coche?
    —¿Qué?
    Juraba que no me había pasado bebiendo, era una simple cuestión de un chico de dieciocho años.
    —El negro de fuera, está aparcado en la casa de al lado.
    La señora que le había vendido el edificio a mi madre estaba muerta y, obviamente, eran sus hijos quien lo llevaban. Mis padres decidieron quedarse con la parte de la izquierda, porque los tres entrábamos ahí sin problemas. No reconstruyeron nada, ni siquiera habían separado el tejadillo que unía mi habitación con la de los vecinos.
    Cassandra se levantó de un salto, dejó el mando sobre la mesa baja y caminó hasta la ventana. Apartó la cortina levemente con los dedos y dejó escapar un grito de sorpresa.
    —¡Oh! Eso es un cochazo, Marco. Quien nos diera tener algo así...
    Yo caminé hasta la cocina, pasé la barra que separaba el pequeño comedor y abrí el frigorífico. No era de comer mucho, a veces perdía el apetito de tantos golpes, solía beber mucho y contar calorías.
    Pillé un polo de naranja, le quité el envoltorio y lo metí de una en mi boca.
    —Ño ñesesitamos ñada como ezo... —murmuré como pude.
    —Cariño, no te entiendo —Ella seguía mirando hacia fuera, cotilleando.
    Tragué.
    —No necesitamos nada de eso. Papá trabajó duró para mantenernos...
    Mi madre se quedó helada. Le había tocado el tema más sensible que teníamos; a mi papá.
    Se alejó del cristal y llegó hasta mí lentamente, bajándole el volumen al televisor en el camino. Se sentó en uno de los taburetes de la barra y me dio una mirada de lástima y perdón. Estaba apoyado contra la nevera. Quería cualquier excusa para sacar de dentro lo que más necesitaba; una charla y una explicación para ayudarla, aunque yo también la necesitaba.
    Alzó su mano, requiriendo la mía. Dudé en posar mi palma sobre la suya, pero mi cuerpo lo pedía a gritos.
    —Lo que hizo tu padre estos años fue maravilloso, hijo. No era sólo tu padre, era el amor de mi vida —Se ahogó en sus propias palabras, yo tenía miedo de que rompiese a llorar delante de mí.
    De esa comprendí porqué no hablábamos del tema.
    —¿Tenemos que hacer como que nunca estuvo?
    Cassandra no respondió al momento. Se pasó sus manos por la frente, echando algunos rulos azulados hacia su cara, tapándola.
    Apreté mis labios con fuerza. Mi polo de naranja se derretía sobre mi puño, tenía la boca pegajosa y la lengua pegada al paladar. Solamente era un sabor amargo, sabía al agua salada de mis lágrimas. Quise parecer fuerte enfrente de ella, pero estaba incluso más roto.
    —No, no... Debemos aceptarlo. Su vida éramos tanto nosotros como el mar, y él lo traicionó.
    Aquella noche lluviosa de truenos y vendavales fue convertida en la peor de mis pesadillas. Recordaba la sensación de la arena entre los dedos de mis pies cuando el viento comenzó a levantarse. Miré a la distancia, mi padre intentó amarrar su barco. Me sonrió, con esa dentadura torcida y unas pecas brillantes. Sus ojos llenos de esmeraldas me observaron con cariño. Dos minutos después estaba gritando desde el fondo de mi garganta, pero no me escuchaba, no era suficientemente potente. No me oyó, y una gran ola se lo llevó por delante. El mar se lo tragó y no dejó ningún rastro, hasta dos semanas más tarde.
    —¿Por qué ya no hablamos de él? Han pasado diez meses... —sollocé con unos hipidos.
    —¿Quieres que hablemos más de él? —No estaba convencida, pero hizo el esfuerzo de preguntar, por mí.
    Asentí con miedo. Tuve que tirar el helado en el cenicero (estaba vacío, nadie lo utilizaba), me sequé las manos y la cara. Me deslicé hasta chocar con el suelo, de la impotencia, hundiendo mis rodillas en mi pecho.
    —Cariño...
    Corrió a abrazarme, quedando a mi altura. El perfume de lavanda se me metió en las fosas nasales velozmente. La agarré del pelo con fuerza, no quería que se fuese de mi lado. Por un momento de mi vida imploraba llorar con ella, aunque fuese una pura casualidad del tiempo.
    Sus yemas se pasearon por encima de mi camisa, por la columna hasta la nuca. Se parecía al tacto de Luka, tan gentil y calmado. No debí pensar en él en aquel momento. Puede que me pareciese encantador, puede que realmente estuviese vacío y necesitase un relleno.
    Cerré los ojos para esconderme en su cuello, estaba desesperado.
    —¿Quieres hablar de Ellias, de los chicos...?
    —No, mamá —Negué efusivamente—. No quiero saber nada de ellos...

Aurora (𝘈𝘶𝘳𝘰𝘳𝘢)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora