Prólogo:

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Todavía recuerdo aquel amanecer en que mi padre me llevó por primera vez a visitar el Cementerio de los Libros Olvidados. Desgranaban los primeros días del verano de 1918 y caminábamos por las calles de una Yokohama atrapada bajo cielos de ceniza y un sol de vapor que se derramaba sobre la Red Brick Warehouse.

—Chūya , lo que vas a ver hoy no se lo puedes contar a nadie —advirtió mi padre—. Ni a tu amigo Albatros. A nadie.

—¿Ni siquiera a mamá? —inquirí yo, a media voz.

Mi padre suspiró, amparado en aquella sonrisa triste que le perseguía como una sombra por la vida.

—Claro que sí —respondió cabizbajo—. Con ella no tenemos secretos. A ella puedes contárselo todo.

Poco después de la guerra civil, un brote de una enfermedad rara se había llevado a mi madre. La enterramos el día de mi cuarto cumpleaños. Sólo recuerdo que llovió todo el día y toda la noche, y que cuando le pregunté a mi padre si el cielo lloraba le faltó la voz para responderme. Seis años después, la ausencia de mi madre era para mí un silencio a gritos que aún no había aprendido a acallar con palabras.

Recuerdo que aquel alba de junio me desperté gritando. El corazón me batía en el pecho como si el alma quisiera abrirse camino y echar a correr escaleras abajo. Mi padre acudió azorado a mi habitación y me sostuvo en sus brazos, intentando calmarme.

—No puedo acordarme de su cara. No puedo acordarme de la cara de mamá —murmuré sin aliento.

Mi padre me abrazó con fuerza.

—No te preocupes, Chūya. Yo me acordaré por los dos.

Nos miramos en la penumbra, buscando palabras que no existían.

Aquélla fue la primera vez en que me di cuenta de que mi padre envejecía y de que sus ojos, ojos de niebla y de pérdida, siempre miraban atrás. Se incorporó y descorrió las cortinas para dejar entrar la tibia luz del alba.

—Anda, Chūya, vístete. Quiero enseñarte algo —dijo.

—¿Ahora? ¿A las cinco de la mañana?

—Hay cosas que sólo pueden verse entre tinieblas —insinuó mi padre blandiendo una sonrisa enigmática.

Las calles aún languidecían entre neblinas y serenos cuando salimos, las farolas dibujaban una avenida de vapor, parpadeando al tiempo que la ciudad se desperezaba y se desprendía de su disfraz de acuarela.

Finalmente, mi padre se detuvo frente a un portón de madera labrada ennegrecido por el tiempo y la humedad. Frente a nosotros se alzaba lo que me pareció el cadáver abandonado de un palacio, o un museo de ecos y sombras.

—Buenos días, Hirotsu. Este es mi hijo Chūya—anunció mi padre—.Pronto cumplirá once años, y algún día él se hará cargo de la tienda. Ya tiene edad para conocer este lugar.

—Chūya, lo que vas a ver hoy no se lo puedes contar a nadie. Ni a tu mejor amigo. A nadie.—advirtió el hombre con un monóculo sobre el ojo derecho, asegurado por una cadena de oro. Su mirada se posó en mí, impenetrable.

Luego nos hizo pasar con un leve asentimiento.

Una penumbra azulada lo cubría todo, un laberinto de corredores y estanterías repletas de libros ascendía desde la base hasta la cúspide, dibujando una colmena tramada de túneles, escalinatas, plataformas y puentes que dejaban adivinar una gigantesca biblioteca de geometría imposible. Miré a mi padre, boquiabierto. El me sonrió, guiñándome el ojo.

—Chūya, bienvenido al Cementerio de los Libros Olvidados.

Mi padre se arrodilló junto a mí y, sosteniéndome la mirada, me habló con esa voz leve de las promesas y las confidencias.

—Este lugar es un misterio, Chūya, un santuario. Cada libro, cada tomo que ves, tiene alma. El alma de quien lo escribió, y el alma de quienes lo leyeron y vivieron y soñaron con él. Cada vez que un libro cambia de manos, cada vez que alguien desliza la mirada por sus páginas, su espíritu crece y se hace fuerte. Hace ya muchos años, cuando mi padre me trajo por primera vez aquí, este lugar ya era viejo. Quizá tan viejo como la misma ciudad. Nadie sabe a ciencia cierta desde cuándo existe, o quiénes lo crearon. Te diré lo que mi padre me dijo a mí. Cuando una biblioteca desaparece, cuando una librería cierra sus puertas, cuando un libro se pierde en el olvido, los que conocemos este lugar, los guardianes, nos aseguramos de que llegue aquí. En este lugar, los libros que ya nadie recuerda, los libros que se han perdido en el tiempo, viven para siempre, esperando llegar algún día a las manos de un nuevo lector, de un nuevo espíritu. En la tienda nosotros los vendemos y los compramos, pero en realidad los libros no tienen dueño. Cada libro que ves aquí ha sido el mejor amigo de alguien. Ahora sólo nos tienen a nosotros, Chūya. ¿Crees que vas a poder guardar este secreto?

Mi mirada se perdió en la inmensidad de aquel lugar, en su luz encantada.

Asentí y mi padre sonrió.

—¿Y sabes lo mejor? —preguntó.

Negué en silencio.

—La costumbre es que la primera vez que alguien visita este lugar tiene que escoger un libro, el que prefiera, y adoptarlo, asegurándose de que nunca desaparezca, de que siempre permanezca vivo. Es una promesa muy importante. De por vida —explicó mi padre—. Hoy es tu turno.

Por espacio de casi media hora deambulé entre los entresijos de aquel laberinto que olía a papel viejo, a polvo y a magia. Dejé que mi mano rozase las avenidas de lomos expuestos, tentando mi elección.

Quizá fue un pensamiento, quizá el azar o su pariente de gala, el destino, pero en aquel mismo instante supe que ya había elegido el libro que iba a adoptar. O quizá debiera decir el libro que me iba a adoptar a mí.

Me acerqué hasta él y acaricié las palabras con la yema de los dedos, leyendo en silencio.

Indigno de ser humano

Osamu Dazai

Indigno de ser HumanoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora