Ciudad de sombras

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Aquel año de 1923, el otoño cubrió Yokohama con un manto de hojarasca que revoloteaba en las calles como piel de serpiente. La memoria de aquella lejana noche de cumpleaños me había enfriado los ánimos, o quizá fue la vida que había decidido concederme un año sabático de mis penas para que empezase a madurar. Me sorprendí a mí mismo apenas pensando en Jouno, Natsume, o en Osamu Dazai, o en aquel sujeto de rostro vendado que olía a papel quemado y se declaraba personaje escapado de las páginas de un libro. El mérito, debo confesar, no fue del todo mío. Las cosas en la librería se estaban animando y mi padre y yo teníamos más trabajo del que podíamos quitarnos de encima.

—A este paso vamos a tener que coger a otra persona para que nos ayude en la búsqueda de los pedidos —comentaba mi padre—. Lo que nos haría falta sería alguien muy especial, medio detective, medio poeta, que cobre barato y al que no le asusten las misiones imposibles.

—Creo que tengo al candidato adecuado —dije.

Encontré a Edogawa Ranpo en su lugar habitual bajo los arcos de alguna callecita perdida.

—Buenas —dije suavemente—. ¿Se acuerda de mí?

El mendigo alzó la vista, y su rostro se iluminó de pronto con una sonrisa sincera.

—¡Muy buenas tardes! ¿Qué se cuenta usted, amigo mío? Me aceptará un traguito de tinto, ¿verdad?

—Hoy invito yo —dije—. ¿Tiene apetito?

—No le diría que no a una buena comida, pero yo me apunto a una dulcería.

De camino a la librería, Edogawa Ranpo me relató toda suerte que había vivido aquellas semanas a fin y efecto de eludir a las fuerzas de seguridad del Estado, y más particularmente a su némesis, un tal inspector Verlaine con el que al parecer llevaba un largo historial de conflictos.

—¿Verlaine? —pregunté, recordando que aquél era el nombre del soldado que había asesinado al padre de Jouno en el palacete a los inicios de la guerra.

El hombrecillo asintió, pálido y aterrado. Se le veía famélico, sucio y hedía a meses de vida en la calle. El pobre no tenía ni idea de adónde le conducía, y advertí en su mirada cierto susto, pero a la vez una creciente curiosidad

—Ande, pase usted. Ésta es la librería de mi padre, al que quiero presentarle.

El mendigo se encogió en un manojo de expectación y nervios. Mi padre se asomó a la puerta, le hizo un repaso rápido al mendigo y luego me miró de reojo.

—Papá, éste es Edogawa Ranpo.

—Para servirle a usted —dijo el mendigo..

Mi padre le sonrió serenamente y le tendió la mano. El mendigo no se atrevía a estrecharla, avergonzado por su aspecto y la mugre que le cubría la piel.

Edogawa Ranpo balbuceó algo ininteligible. Mi padre, sin bajar la sonrisa, le guió rumbo al portal y prácticamente tuvo que arrastrarlo escalera arriba hasta el piso mientras cerraba la tienda. Con mucha oratoria y tácticas subrepticias conseguimos meterlo en la bañera y despojarlo de sus andrajos. Desnudo parecía una foto de guerra y temblaba como un pollo desplumado. Tenía marcas profundas en las muñecas y los tobillos, y su torso y espalda estaban cubiertos de terribles cicatrices que dolían a la vista. Mi padre y yo intercambiamos una mirada de horror, pero no dijimos nada.

A Ranpo se le deshacía la mirada de gratitud. Salió de la bañera, reluciente. Mi padre lo envolvió en una toalla. El mendigo se reía de puro placer al sentir el tejido limpio sobre la piel. Le ayudé a enfundarse la muda, que le venía unas diez tallas grandes. Mi padre se desprendió del cinturón y me lo tendió para que se lo ciñese al mendigo.

Indigno de ser HumanoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora