Miseria y Compañía

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El día de mi dieciséis cumpleaños conjuré la peor de cuantas ocurrencias funestas había alumbrado a lo largo de mi corta existencia. Por mi cuenta y riesgo, había decidido organizar una cena de cumpleaños e invitar a Natsume, Kōyo y a Jouno.. Mi padre opinaba que aquello era un error.

—Es mi cumpleaños —repliqué cruelmente—. Trabajo para ti todos los demás días del año. Al menos por una vez, dame el gusto.

—Haz lo que quieras.

Los meses precedentes habían sido los más confusos de mi extraña amistad con Jouno. Ya casi nunca leía para él. Jouno rehuía sistemáticamente cualquier ocasión que implicase quedarse a solas conmigo. Siempre que la visitaba, su tío estaba presente fingiendo leer el diario, o madeimoselle Kōyo se materializaba lanzándome miradas de soslayo. Otras veces, la compañía venía en forma de Tetchō Suehiro.

El día de mi cumpleaños, mi padre bajó al horno de la esquina y compró el mejor pastel que encontró. Dispuso la mesa en silencio, colocando la plata y la vajilla buena. Encendió velas y preparó una cena con los platos que suponía mis favoritos. No cruzamos palabra en toda la tarde. Al anochecer, mi padre se retiró a su habitación, se enfundó su mejor traje y regresó con un paquete entre sus manos que colocó en la mesita del comedor. Mi regalo. Se sentó a la mesa, se sirvió una copa de vino, y esperó. La invitación decía que la cena era a las ocho y media. A las nueve y media todavía estábamos esperando. Mi padre me observaba con tristeza sin decir nada. A mí me ardía el alma de rabia.

—Estarás contento —dije—. ¿Es esto lo que querías?

—No.

Madeimoselle se presentó media hora más tarde. Traía una cara de funeral y un recado del señorito Jouno. Me deseaba muchas felicidades, pero sentía no poder asistir a mi cena de cumpleaños. El señor Natsume se había tenido que ausentar de la ciudad durante unos días por asuntos de negocios y Jouno se había visto obligada a cambiar la hora de su clase de música con Tetchō . Ella había venido porque era su tarde libre.

—Lo siento, Chūya —dijo mi padre.

Asentí en silencio, encogiéndome de hombros.

—¿No vas a abrir tu regalo? —preguntó.

Mi única respuesta fue el portazo que di al salir. Bajé las escaleras con furia, sintiendo los ojos rebosando lágrimas de ira al salir a la calle desolada, bañada de luz azul y de frío. Llevaba el corazón envenenado y la mirada me temblaba. Eché a andar sin rumbo, ignorando al extraño que me observaba inmóvil desde la Puerta del Ángel. Vestía una gabardina larga de color arena, cabello, su cabello castaño oscuro, corto, ligeramente ondulado y ojos estrechos de color rojizo estremecedor.

Anduve callejeando sin rumbo durante más de una hora hasta llegar al puerto, Crucé hasta los muelles y me senté en los peldaños que se hundían en las aguas tenebrosas. Recordé los días en que mi padre y yo hacíamos la travesía de navegar hasta la punta del otro extremo de la ciudad. Desde allí podía verse la ladera del cementerio en la montaña y la ciudad de los muertos, infinita. A veces yo saludaba con la mano, creyendo que mi madre seguía allí y nos veía pasar. Mi padre repetía mi saludo. Hacía ya años que no embarcábamos, aunque yo sabía que él a veces iba solo.

—Una buena noche para el remordimiento, Chuuuya—dijo la voz desde las sombras—. ¿Un cigarrillo?

Me incorporé de un brinco, con un frío súbito en el cuerpo. Una mano me ofrecía un pitillo desde la oscuridad.

—¿Quién es usted?

El extraño se adelantó hasta el umbral de la oscuridad, dejando su rostro velado. Un hálito de humo azul brotaba de su cigarrillo. Reconocí al instante el traje arena y aquella mano oculta en el bolsillo de la chaqueta. Los ojos le brillaban como cuentas de rubíes..

Indigno de ser HumanoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora