Sombras y Secretos

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Se me desplomó la tarde casi a traición, con un aliento frío y un manto púrpura que resbalaba entre los resquicios de las calles. Apreté el paso y veinte minutos más tarde la fachada de la universidad emergió como un buque ocre varado en la noche. El portero de la Facultad de Letras leía en su garita. Apenas parecían quedar ya estudiantes en el recinto. El eco de mis pasos me acompañó a través de los corredores y galerías que conducían al claustro, donde el rubor de dos luces amarillentas apenas inquietaban la penumbra.

Me asaltó la idea de que Ueno me había tomado el pelo y me había citado allí a aquella hora de nadie para vengarse de mi habladuría.

Ausculté el patio con la mirada barajando decepción y, quizá, cierto alivio cobarde. Allí estaba. Su silueta se recortaba frente a la fuente, sentada en uno de los bancos con la mirada escalando las bóvedas del claustro. Me detuve en el umbral para contemplarla y, por un instante, me pareció ver en ella el reflejo de Akiko Yosano soñando despierta en su banco de la plaza. Advertí que no llevaba su carpeta ni sus libros y sospeché que quizá no hubiese tenido clase aquella tarde. Tal vez había acudido allí tan sólo para encontrarse conmigo.

Mis pasos en el empedrado me delataron y Ueno alzó la vista, sonriendo sorprendida, como si mi presencia allí fuera una casualidad

—Creí que no ibas a venir —dijo.

—Eso mismo pensaba yo —repuse.

Permaneció sentada, muy erguida, con las rodillas apretadas y las manos recogidas sobre el regazo. Me pregunté cómo era posible sentir a alguien tan lejos y, sin embargo, poder leer cada pliegue de sus labios.

—He venido porque quiero demostrarte que estabas equivocado en lo que me dijiste el otro día, Chuuya. Que me voy a casar con Hideo y que no importa lo que me enseñes esta noche.

La miré como se mira a un tren que se escapa. Me di cuenta de que había pasado dos días caminando sobre nubes y se me cayó el mundo de las manos.

—Y yo que pensaba que habías venido porque te apetecía verme. —Sonreí sin fuerzas.

Observé que se le inflamaba el rostro de reparo.

—Lo decía en broma —mentí—. Lo que sí iba en serio era mi promesa de enseñarte una cara de la ciudad que no has visto todavía. Al menos, así tendrás un motivo para acordarte de mí, o de Yokohama, dondequiera que vayas.

Ueno sonrió con cierta tristeza y evitó mi mirada.

—He estado a punto de meterme en un cine, ¿sabes? Para no verte hoy —dijo.

—¿Por qué?

Ueno me observaba en silencio. Se encogió de hombros y alzó los ojos como si quisiera cazar palabras al vuelo que se le escapaban.

—Porque tenía miedo de que a lo mejor tuvieses razón —dijo finalmente.

Suspiré. Nos amparaba el anochecer y aquel silencio de abandono que une a los extraños, y me sentí con valor de decir cualquier cosa, aunque fuese por última vez.

—¿Le quieres o no?

Me ofreció una sonrisa que se deshacía por las costuras.

—No es asunto tuyo.

—Eso es verdad —dije—. Es asunto sólo tuyo.

Se le enfrió la mirada.

—¿Y a ti qué más te da?

—No es asunto tuyo —dije.

No sonrió. Le temblaban los labios.

—La gente que me conoce sabe que aprecio a Hideo. Mi familia y...

Indigno de ser HumanoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora