1918 - 1922 (parte II)

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—Si te lo tuviera que confesar, jamás me había sentido tan atrapado y envuelto por una historia como la que narraba aquel libro—explicó Jouno—.Hasta entonces para mí las lecturas eran una obligación, aunque fueran con Tetchō, no conocía el placer de leer. Pero todo eso para mí nació con aquella novela.— Dime ¿Has besado alguna vez a alguien, Chūya?

Se me atragantó el cerebelo y la saliva se me transformó en serrín.

—Bueno, eres muy joven todavía. Pero es esa misma sensación, esa chispa de la primera vez que no se olvida.

Chūya asintió despacio

—Durante años busqué otros libros de Osamu Dazai—continuó Jouno—.Preguntaba en bibliotecas, en librerías, en escuelas... siempre en vano. Nadie había oído hablar de él o de sus libros. No podía entenderlo. Más adelante llegó a oídos del señor Fukuchi una extraña historia acerca de un individuo que se dedicaba a recorrer librerías y bibliotecas en busca de obras de Osamu Dazai y que, si las encontraba, las compraba, robaba o conseguía por cualquier medio; acto seguido les prendía fuego. Nadie sabía quién era, ni por qué lo hacía. Un misterio más que sumar al propio enigma de Dazai.

Con el tiempo, la madre de Jouno decidió que quería regresar a Yokohama. Estaba enferma y su hogar y su mundo siempre habían sido Yokohama. Secretamente, él albergaba la esperanza de poder averiguar algo sobre Dazai ahí, puesto que al fin y al cabo Yokohama había sido la ciudad donde había nacido y donde había desaparecido para siempre al principio de la guerra. Lo único que encontró fueron vías muertas, y eso contando con la ayuda de su maestro. A su madre, en su propia búsqueda, le ocurrió otro tanto. La Yokohama que encontró a su regreso ya no era la que había dejado atrás. Se encontró con una ciudad de tinieblas, en la que su esposo ya no vivía, pero que seguía embrujada por su recuerdo y su memoria en cada rincón. Como si no le bastase con aquella desolación, se empeñó en contratar a un individuo para que averiguase qué había sido exactamente de su marido. Tras meses de investigaciones, todo lo que el investigador consiguió recuperar fue un reloj de pulsera roto y el nombre del hombre que había matado a mi padre en los fosos de un palacete. Se llamaba Verlaine, Paul Verlaine. Les dijeron que este individuo, y no era el único, había empezado como pistolero a sueldo y había flirteado con individuos de bajo mundo, engañándolos a todos, vendiendo sus servicios al mejor postor y que, tras la caída de Barcelona, se había pasado al bando vencedor e ingresado en el cuerpo de policía. Hoy era un inspector famoso y condecorado. Y al padre de Jouno no le recuerda nadie.

—Como puedes imaginarte, mi madre se apagó en apenas unos meses. Los médicos dijeron que era el corazón, y yo creo que por una vez acertaron. A la muerte de mi madre me fui a vivir con mi tío Natsume, que era el único pariente que le quedaba a mi madre en Yokohama.

Cuando Natsume regresó habían pasado dos horas que a mí me habían sabido a dos minutos El librero me tendió el libro y me guiñó el ojo. Anochecía cuando salimos de nuevo a la calle y una brisa fresca peinaba la ciudad.

****

Hubo un tiempo, de niño, en que quizá por haber crecido rodeado de libros y libreros, decidí que quería ser novelista y llevar una vida de melodrama. La raíz de mi ensoñación literaria, además de esa maravillosa simplicidad con que todo se ve a los cinco años, era una prodigiosa pieza de artesanía y precisión que estaba expuesta en una tienda de plumas estilográficas en la calle del maestro..., justo detrás del Gobierno Militar. El objeto de mi devoción, una suntuosa pluma negra ribeteada con sabe Dios cuántas exquisiteces y rúbricas, presidía el escaparate como si se tratase de una de las joyas de la corona.

Un día se nos ocurrió entrar en la tienda a preguntar por el dichoso artilugio. Resultó ser que aquélla era la reina de las estilográficas. La sola mención de la cifra le quitó el color de mi cara, pero yo estaba ya encandilado de remate. El encargado, tomándonos quizá por catedráticos de física, procedió a endosarnos un galimatías incomprensible sobre las aleaciones de metales preciosos, esmaltes del Lejano Oriente y una revolucionaria teoría sobre émbolos y vasos comunicantes, todo ello parte de la ignota ciencia teutona que sostenía el trazo glorioso de aquel adalid de la tecnología gráfica. En su favor tengo que decir que, pese a que debíamos tener pinta de pobretones, el encargado nos dejó manosear la pluma cuanto quisimos, la llenó de tinta para nosotros y me ofreció un pergamino para que pudiese anotar mi nombre y así iniciar mi carrera literaria. Luego, tras darle con un paño para sacarle de nuevo el lustre, la devolvió a su trono de honor.

Indigno de ser HumanoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora