Fantasmas, Ausencia y Pérdida

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Querido Dazai:

Esta mañana me he enterado por Ango de que realmente dejaste Yokohama y te fuiste en busca de tus sueños. 

Te conozco y sé que no me escribirás, que ni siquiera me enviarás tu dirección, que querrás ser otro. Sé que me odiarás por no haber estado allí como te prometí. Que creerás que te fallé. Que no tuve valor. Tantas veces te he imaginado, solo en aquel tren, convencido de que te había traicionado. Muchas veces intenté encontrarte a través de Dan, pero él me dijo que ya no querías saber nada de mí. Nada salió como lo habíamos planeado.

Ahora ya sé que lo he perdido todo. Y aun así no puedo dejar que te vayas para siempre y me olvides sin que sepas que no te guardo rencor, que yo lo sabía desde el principio.

Quiero que sepas que te quise desde el primer día y que te sigo queriendo, ahora más que nunca, aunque te pese.

Te escribo a escondidas, sin que nadie lo sepa. Ango ha jurado que si vuelve a verte te matará. No me dejan salir de casa, ni asomarme a la ventana. No creo que me perdonen nunca. Alguien de confianza me ha prometido que te enviará esta carta. No menciono su nombre para no comprometerle. No sé si te llegarán mis palabras. Pero si así fuera y decidieses volver por mí, aquí encontrarás el modo de hacerlo.

Mientras escribo, te imagino en aquel tren, cargado de sueños y con el alma rota de traición, huyendo de todos nosotros y de ti mismo. Hay tantas cosas que no puedo contarte, Dazai. Cosas que nunca supimos y que es mejor que no sepas nunca.

No deseo nada más en el mundo que seas feliz, Dazai, que todo a lo que aspiras se haga realidad y que, aunque me olvides con el tiempo, algún día llegues a comprender lo mucho que te quise.

Siempre,

Odasaku.


Las palabras de Oda Sakunosuke, que leí y releí aquella noche hasta aprenderlas de memoria, borraron de un plumazo el mal sabor que me había dejado la visita del inspector Verlaine. Tras pasar la noche en vela, absorto en aquella carta y en la voz que intuía en ella, salí de casa por la madrugada. Me vestí en silencio y le dejé a mi padre una nota sobre la cómoda del recibidor, diciéndole que tenía que hacer algunos recados y que estaría de vuelta en la librería a las nueve y media.

Al asomarme al portal, las calles languidecían ocultas todavía bajo un manto azulado que lamía las sombras y los charcos que la llovizna había sembrado durante la noche. Me abroché el chaquetón hasta el cuello y me encaminé a paso ligero rumbo a la plaza. 

Las escaleras del metro exhalaban un lienzo de vapor tibio que ardía en luz de cobre. En las taquillas compré un billete de tercera clase hasta la estación de Yamate. Hice el trayecto en un vagón, poblado de ordenanzas, criadas y jornaleros portando bocadillos del tamaño de un ladrillo envueltos en hojas de periódico. Me refugié en la negrura de los túneles y apoyé la cabeza en la ventana, entrecerrando los ojos mientras el tren recorría las entrañas de la ciudad. Al emerger de nuevo a la calle me pareció redescubrir otra Yokohama. Estaba amaneciendo y un filo de púrpura rasgaba las nubes y salpicaba las fachadas de los palacetes y caserones señoriales que flanqueaban la avenida de Yamate. El tranvía reptaba perezosamente entre neblinas. Corrí tras él y conseguí auparme en la plataforma trasera bajo la mirada severa del revisor. La cabina de madera estaba casi vacía. Un par de monjes y una dama enlutada de piel cenicienta se mecían adormecidos al vaivén del carruaje de caballos invisibles.

—Sólo voy hasta el número veintiséis —le dije al revisor, ofreciendo mi mejor sonrisa.

—Pues como si fuera finisterre —replicó, indiferente—. Aquí han pagado billete hasta los soldados de Cristo. O apoquina, o camina. Y el pareado no se lo cobro.

Indigno de ser HumanoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora