1918 - 1922 (parte I)

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Jamás había oído mencionar aquel título o a su autor, pero no me importó. La decisión estaba tomada. Por ambas partes. Tomé el libro con sumo cuidado y lo hojeé, dejando aletear sus páginas. Liberado de su celda en el estante, el libro exhaló una nube de polvo dorado. Satisfecho con mi elección, rehíce mis pasos en el laberinto portando mi libro bajo el brazo con una sonrisa impresa en los labios. Tal vez la atmósfera hechicera de aquel lugar había podido conmigo, pero tuve la seguridad de que aquel libro había estado allí esperándome durante años, probablemente desde antes de que yo naciese.

Aquella tarde, de vuelta en mi casa, me refugié en mi habitación y decidí leer las primeras líneas de mi nuevo amigo. "Mi vida ha estado llena de vergüenza. La verdad es que no tengo la más remota idea de lo que es vivir como un ser humano" Antes de darme cuenta, me había caído dentro sin remedio.

Los minutos y las horas se deslizaron como un espejismo. Horas más tarde, atrapado en el relato, apenas advertí las campanadas de medianoche. Enterrado en la luz de las farolas, me sumergí en un mundo de imágenes y sensaciones como jamás las había conocido. Personajes que se me antojaron tan reales como el aire que respiraba me arrastraron en un túnel tan personal e íntimo del que no quería escapar. Página a página, me dejé envolver

por el sortilegio de la historia y su mundo hasta que el aliento del amanecer acarició mi ventana y mis ojos cansados se deslizaron por la última página. Me tendí en la penumbra azulada del alba con el libro sobre el pecho y escuché el rumor de la ciudad dormida goteando sobre los tejados salpicados de púrpura. El sueño y la fatiga llamaban a mi puerta, pero me resistí a rendirme. No quería perder el hechizo de la historia ni todavía decir adiós a sus personajes.

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Un secreto vale lo que aquellos de quienes tenemos que guardarlo. Al despertar, mi primer impulso fue hacer partícipe de la existencia del Cementerio de los Libros Olvidados a mi mejor amigo. Albatross era un compañero de estudios que dedicaba su tiempo libre y su talento a pasear en su bicicleta roja por el barrio. Luego, recordando mi promesa, decidí que las circunstancias aconsejaban lo que en las novelas de intriga policial se denominaba otro modus operandi. Al mediodía abordé a mi padre para cuestionarle acerca de aquel libro y de Osamu Dazai, que en mi entusiasmo había imaginado célebres en todo el mundo. Mi plan era hacerme con todas sus obras y leérmelas en menos de una semana.

Cuál fue mi sorpresa al descubrir que mi padre, librero de casta y buen conocedor de los catálogos editoriales, jamás había oído hablar de Indigno de ser humano o de Osamu Dazai. Intrigado, mi padre inspeccionó la página con los datos de la edición.

—¿Un libro en Japonés, editado primero en Francia?

—No será la primera vez, con los tiempos que corren —adujo mi padre—. A lo mejor Natsume nos puede ayudar...

Natsume Sōseki era un viejo colega de mi padre, dueño de una librería cavernosa calle arriba que capitaneaba la flor y nata del gremio de libreros de viejo. Vivía perpetuamente adherido a una pipa apagada que desprendía efluvios de mercado persa y se describía a sí mismo como el último romántico.

—Señor Nakahara —proclamó Natsume al ver entrar a mi padre—, el hijo pródigo. ¿A qué se debe el honor?

—El honor se lo debe usted a mi hijo Chūya, Don Natsume, que acaba de hacer un descubrimiento.

—Pues vengan a sentarse con nosotros, que esta efemérides hay que celebrarla —proclamó Natsume.

—¿Efemérides? —le susurré a mi padre.

—Natsume se expresa sólo en esdrújulas —respondió mi padre a media voz—. Tú no digas nada, que se envalentona.

Los contertulios nos hicieron sitio en su círculo y Natsume, un hombre alto que siempre insistía en usar su bombín, un traje marrón largo de aspecto británico, además de un bastón en forma de T. Insistió en invitarnos

Indigno de ser HumanoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora