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Kyoto, Japón
Con la mirada puesta en el manto nocturno, Roronoa Zoro transitaba por la solitaria acera de la calle; en la zona donde residía.
El sutil sonido del par de Getas de madera en sus pies, era lo único que se escuchaba a medida que avanzaba a paso moderado.
Vestía una Yucata sencilla de color azul medianoche con un Kaku Obi blanco y un Haori marrón.
Su cabello verde era acariciado por el suave viento que recorría el área, llevando consigo algunos pétalos de cerezo.
Era bastante tarde y estaba exhausto por tanto caminar, pero pensaba que por lo menos, el haberse perdido de regreso a casa le había dado la oportunidad de vagar por sitios que no conocía hasta entonces.
Repentinamente, se quedó parado observando los árboles de cerezo que bordeaban las calles.
Meditó en lo hermoso pero efímero que era el florecimiento de dicha belleza en cada marzo.
Pronto cumpliría veinticuatro años, y de alguna manera se sentía estancado a pesar de que había realizado cada cosa que se propuso a lo largo de los pocos años que constituían su corta vida.
Y de hecho, estaba en la cúspide de una tremenda fama que ganó gracias a su destreza en el arte del Kenjutsu; de un estilo peculiar que él mismo había practicado, desarrollado y dominado desde su infancia.
Invirtió parte de la fortuna que su padre Roronoa Arashi le había heredado, en un pequeño negocio de sake; el cual levantó con sus propias manos desde cero; cosa que fue próspera y que lo hizo catapultarse en el medio, volviéndose el dueño de una marca renombrada que había conquistado el mercado nacional e internacional.
Lo tenía todo, pero sentía que algo le faltaba...
Entonces pensó en que le sentaría bien salir de la monotonía en la que había caído. ¿Por qué no probar nuevas cosas y comenzar yéndose de viaje?
En realidad, le pareció una excelente idea. Y haría tal cual.
Nunca se imaginó que en su aventura, se enamoraría de un arte distinto al que había practicado toda su vida.
Una simple visita al Louvre Museum fue más que suficiente para decidir moverse a París, donde residió por algunos años dedicándose a un pasatiempo que lo apasionaba, y que pronto se convirtió en una carrera artística.
Cada proyecto que exhibía era un éxito total, algo que recibía las mejores críticas que tan solo lo hicieron volverse un pintor renombrado, acreedor de gran respeto y desde luego, de una rotunda fama mundial.
Continuó viajando por distintos países en diferentes continentes, perdiéndose en cada camino donde solamente encontraba inspiración para su próximo tema.
Todo fue como una montaña rusa que no conocía descenso, hasta que viajó al Medio Oriente y se perdió por días en una zona inhabitada.
Aquellos días lo hicieron meditar en la vida e inclusive en los orígenes de ésta, cosa que lo conllevó a imaginarse cómo habría sido todo; desde la creación y los primeros pasos de los primeros hombres de la historia.
Esto lo hizo obsesionarse con un nuevo tema en mente, pero era algo que debía esperar. Primero tenía que regresar a casa.
Era menester vagar y volver a perderse para encontrar el camino correcto.
Dicha filosofía se había vuelto un lema que no tuvo mucha oportunidad de ser puesta en práctica, ya que sus amigos —al no tener noticias suyas—, supusieron que de nuevo se había extraviado en algún sitio del último país que había visitado, y por esto enviaron gente que no paró de buscar hasta que dieron con él.
En menos de lo esperado, estaba subiendo a un helicóptero que lo llevaría de regreso a la civilización.
Pero no tenía quejas. Se perdió —otra vez—, sí, pero gracias a ello encontró inspiración para una temática que nunca se había planteado.
Poco sabía que su obsesión lo conllevaría a un camino que jamás se imaginó transitando, aunque esto tan solo era una alegoría; o era mejor decir, una fantasía que se volvería su mejor realidad.
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